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Dos caminos para Estados Unidos

Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington hicieron caer el cristal ficticio que separaba a Estados Unidos del resto del mundo. Estados Unidos intervenía en el mundo en función de sus intereses y de la imagen que tenía de sus adversarios, pero parecía estar fuera de ese mundo en el que intervenía, a pesar de que los atentados mortíferos habían golpeado ya a varias de sus embajadas. La guerra del Golfo, que se desarrolló por completo en territorio iraquí y en las bases saudíes, no la vivió Estados Unidos como una dolorosa prueba.

De pronto, Estados Unidos se encuentra inmerso en medio de un mundo que creía dominar desde arriba y se ve obligado a elegir a corto plazo entre dos concepciones de sus relaciones con el mundo. La primera ya no es, como antaño, el aislamiento en un continente. Se puede definir, como hace la mayor parte de los estrategas norteamericanos, como unilateralista. Esta palabra quiere decir que Estados Unidos opta por considerar el mundo sólo desde el punto de vista de sus intereses. Se puede hablar, por lo tanto, de la revancha que hay que tomar en Somalia y del peligro de ver a Irak fabricar armas biológicas o nucleares letales. Podemos suponer que Estados Unidos quiere liquidar, poco a poco, a todos los países que, como dijo el presidente Bush, forman parte del eje del mal. Semejante política implica la creación de fuertes alianzas con objeto de que las iniciativas estadounidenses no lleven a una crisis mundial. Estas alianzas acaban de ultimarse, y garantizan a Estados Unidos una gran libertad de movimiento. Para empezar, la alianza con Rusia, la alianza más fuerte y más importante estratégicamente; luego, la alianza con China, más cercana que Japón; la sorprendente alianza con Pakistán, ya que hasta ahora Estados Unidos, siempre se aliaba con India por su temor a que se desarrollaran en el oeste del país brotes a la vez religiosos y nacionalistas.

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Esta política unilateral se basa fundamentalmente en la total hegemonía que actualmente ejerce Estados Unidos en todo el mundo. Ningún país ha tenido nunca una presencia tan fuerte en todos los lugares del mundo, un control tan directo sobre los principales recursos económicos y sobre los principales mercados económicos y financieros.

Pero el conjunto de la opinión pública estadounidense está muy lejos de unirse en torno a una posición tan nacionalista y susceptible de llevar a crisis imprevisibles. Los atentados del 11-S no sólo han llevado a Estados Unidos a invadir Afganistán y a derribar a los talibanes para capturar a jefes políticos y religiosos -que, por otra parte, se les han escapado-, sino que han hecho que tome conciencia de la extrema complejidad de los problemas políticos tanto en esta parte del mundo como en otras. Incluso los que se han visto más profundamente afectados y escandalizados por los atentados contemplan el conjunto de la situación mundial y, sin buscar la menor excusa para los que ellos llaman terroristas, intentan entender a la vez las fuerzas que atacan a Estados Unidos y las situaciones que han llevado a una crisis tan dramática. Las desigualdades económicas cada vez mayores; la destrucción de poblaciones enteras por epidemias o pandemias en África; el desarrollo de un islamismo que las repúblicas pos-soviéticas ya no controlan; e incluso reticencias y malos humores en Latinoamérica y en Europa, a pesar de que Estados Unidos no da un gran valor a la opinión de sus aliados; todo ello lleva a muchas personas responsables a inquietarse. Estados Unidos no ha elegido todavía entre estas dos posiciones, que aún no están claramente concretadas. Ello dio una importancia imprevista al Foro de Nueva York. Este Foro lo preparó en Ginebra un equipo europeo, pero reunió, como otros años en Davos, a un gran número de hombres de negocios norteamericanos y europeos, así como a numerosas autoridades estadounidenses. Los ministros expresaron su opinión ante este Foro, señalando con ello la importancia que concedían a dicha reunión. Y todos esos círculos, que pertenecían casi por entero a lo que se puede llamar 'establishment internacional', cuyo centro es claramente Estados Unidos, pusieron de manifiesto una reticencia más fuertes de lo esperado, tanto respecto a una política unilateral como respecto a aventuras militares cuyo fin no se ve.

El desfase entre las declaraciones del Gobierno de Estados Unidos y los debates del Foro de Nueva York fue cada vez más visible, en particular cuando el ex presidente Clinton, que habló en una de las reuniones más interesantes del Foro, no escatimó críticas a su sucesor.

Dos temas se oponían en el discurso oficial. El primero era el de los derechos humanos. Debiendo responder a la difícil pregunta de qué debe tener prioridad, si el respeto a la soberanía nacional o la defensa de los derechos humanos, la mayoría de los presentes se pronunció claramente por la segunda postura, lo que no significa apelar a los derechos humanos para ocultar una política de conquista, sino que es fundamental que unos principios superiores se impongan a la política estadounidense. La otra respuesta era la de la injusticia y la desigualdad del orden actual. Desde luego, se oyeron reacciones demasiado clásicas y en unas horas se vio a las mayores fortunas de Estados Unidos desembolsar miles de millones de dólares para salvar la vida de los niños africanos, pero sería injusto limitarse a eso y muchas voces importantes se pronunciaron claramente a favor de la transformación de lo que es un desorden más que un orden, el despliegue de injusticia más que de progreso. Se podía esperar que no hubiera una gran distancia entre la posición oficial estadounidense y la del Foro de Nueva York, y que una y otra estuvieran igualmente alejadas de la de Porto Alegre. Tan ridículo sería decir que los dos foros se acercaron para alejarse juntos del Gobierno estadounidense como claro está que el Foro de Nueva York tomó posiciones que no se confunden con las del otro Foro ni con las del Gobierno estadounidense. Es lo que ha hecho, por otra parte, que el Foro de Nueva York, que se inauguró bajo muy malos auspicios, acusado de haberse convertido en un pálido reflejo de la dinámica creada en Porto Alegre, terminara aportado los elementos más novedosos. Esto se puede explicar fácilmente: durante los primeros meses que siguieron a los atentados, Estados Unidos reaccionó solidariamente, dando muestras de un gran espíritu cívico y, es justo añadirlo, sin lanzarse a grandes manifestaciones agresivas o xenófobas. Pero unos meses después, cuando la guerra de Afganistán se ha traducido en un éxito, pero también en un fracaso, Estados Unidos no puede retrasar por mucho más tiempo un un gran debate sobre sus proyectos políticos y su lugar en el mundo. Hasta ahora, no ha dado la menor importancia a las reacciones europeas y, según parece, tampoco a las de su mejor aliado, Tony Blair. Pero ahora le toca pronunciarse a la opinión pública estadounidense. Sabemos que desea medidas de represión contra quienes atacaron el suelo estadounidense; pero eso no significa de ningún modo que sea adicta a una política militarista.

Por el contrario, es necesario decir que el Foro de Porto Alegre tropezó con grandes dificultades. En efecto, se puede criticar muy duramente la actuación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, pero es difícil negar que estas instituciones financieras han sido los principales elementos de regulación social de la economía mundial y que su supresión sólo conseguiría probablemente dejar a muchos países expuestos sin protección alguna al azar de los mercados. Por otra parte, sigue siendo muy difícil pasar de la denuncia, que tiene una gran utilidad por sí misma, a propuestas que pueden interferir con los intereses y los proyectos de hombres políticos continentales o internacionales.

La conclusión provisional a la que lleva la observación de las jornadas en que se reunieron los dos foros es que no hay nada dicho, que Estados Unidos, superpotencia, aún no se ha decidido a comprometerse a fondo en una lucha militar abierta contra el eje del mal, por hablar como el presidente Bush, y que, por lo tanto, es esencial que se multipliquen y se refuercen las presiones sobre el Gobierno de Washington para que no se deje llevar por la soberbia. Se ha dado un paso adelante: tanto en Nueva York como en Porto Alegre se han reconocido el desorden mundial y la desigualdad creciente, aunque el tono haya sido muy diferente en cada lugar. Ahora está claro que el mundo entero, y para empezar, Estados Unidos, debe optar entre el unilateralismo y el mundialismo, es decir, otorgar la prioridad a la búsqueda de equilibrios mundiales, y la disminución de las desigualdades y la miseria.

Como algunos observadores están empezando a decir, Europa podría ejercer probablemente mayor influencia sobre las decisiones tomadas en Washington. Hasta ahora, los europeos sólo se han pronunciado de forma prudente y rutinaria, diciendo que apoyan la reacción estadounidense y que se preocupan también de las naciones más pobres. No parece posible que los europeos puedan tomar iniciativas más fuertes, no sólo en Asia Central, sino también en Oriente Próximo, donde el pulso entre Sharon y Arafat no puede durar mucho más tiempo y corre el peligro de llevar a toda la región a una violencia incontrolable.

Quizá venza la política del Pentágono; en todo caso, el Foro de Nueva York, en lugar de mostrar cómo todos los empresarios, los banqueros y los líderes políticos de todo el mundo apoyaban incondicionalmente al Gobierno estadounidense, mostró cierta conciencia de la necesidad de pensar y actuar a escala mundial, lo que quiere decir que Estados Unidos no debe ser el único que decida el futuro del planeta en función de sus intereses y de su voluntad de dominación.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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