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Columna
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Hijo natural

El jueves pasado José Hierro tenía el teléfono desconectado por descuido y no pudo atender la llamada del Ayuntamiento en la que le hubieran comunicado que le daban la medalla de oro de la Villa, de modo que no debió entender de qué honor se trataba cuando una vecina lo felicitó en su camino hacia la taberna donde celebra con íntima moderación sus sucesivas resurrecciones. Luego, ya en el bar, donde tiene mesa para el buen chinchón y para escribir, y en la que seguramente si no se han escrito se habrán reelaborado sus celebrados poemas de Cuaderno de Nueva York, le contó el cantinero de qué iba la cosa. Y supongo que, sin que faltaran sus bromas de por medio, recibiría la nueva con la conformidad del que no está seguro con sinceridad de merecerlo -a Hierro siempre le parece que le ha quitado la oportunidad a otro- y con el agradecimiento del hombre digno, y que por serlo puede parecer a veces orgulloso, pero que no ha desplazado nunca al tipo sencillo en el que los madrileños de Atocha reconocen a un vecino tan natural y próximo. Cuando se le preguntaba por qué no quería ingresar en la Academia Española, de la que es ahora miembro electo, solía decir que porque prefería poder ir en el metro en alpargatas y representarse sólo a sí mismo. Como se sabía que durante algún tiempo tuvo otras razones personales, de ésas en las que interviene la dignidad y se la confunde con el orgullo, para no ir a la Academia, no faltó quien sospechara, y con razón, que se trataba de una excusa. Pero la excusa no era del todo tal, aunque las alpargatas no hayan sido nunca su forma habitual de calzado, porque es verdad que Hierro asume con total responsabilidad cualquier compromiso.

Luego, cuando acabaron las razones para la excusa y le llovieron los reconocimientos que le comprometían a ir en el metro con zapatos, se quedó sin argumentos para no ser académico. Y ahora, ya, recibe premios con la resignación de quien cumple un rito de la vejez, pero con la gratitud del que vive una vejez vigorosa, acompañado de su oxígeno, y agradecido de que no le falte quien se acuerde de él. Poca gente recuerda, sin embargo, que Hierro nació aquí, de tan cántabro como es en esencia y de tanto Santander como aparece en el paisaje de su obra, por un lado, y de la poca costumbre que hay en Madrid, por otro, de que la gente sea de Madrid. Creo que ese dato de su pasaporte, documento que Hierro debe mirar poco ahora y que fue materia de poema en el tiempo siniestro en que se lo negaron, no debió manejarlo esta vez como argumento la Corporación madrileña para concederle la medalla. Quizá ni se acordaron. Así es, afortunadamente, Madrid. Ni tal vez sea tampoco motivo principal para él -se lo llevaron al poco tiempo de nacer- a la hora de recibir la medalla.

También ha olvidado a veces que es de Madrid; al menos una, cuando lo hicieron hijo adoptivo de Santander. Me contó entonces con humor que había tenido una extraña sensación: la del hijo de una casa al que en la madurez decide adoptar de pronto su propia familia. Así que, como tampoco tiene ninguna responsabilidad en el hecho de haber abandonado esta su casa cuando era un bebé, ni aquí se le da importancia a eso o se sienten celos de su afecto por la tierra de adopción, recibirá la medalla como si del reloj de un abuelo se tratara, ahora que tiene nietas madrileñas. Madrileñas han sido también las casas que, primero en Santa Juliana, y luego, desde hace tantos años, en la calle de Fuenterrabía, han sido casas de puertas abiertas y mesa puesta para tantos y tantos poetas de Madrid, entendiendo por tales, malos y buenos, a los que aquí estaban y a los que hemos venido. Y madrileña la finca de Nayagua, en Titulcia, que compró con la venta de su modesto minifundio santanderino, donde cuidaba viñas, fortalecía sus músculos a golpe de azadón y hacía un vino con el que estaba contento y con el que se emborracharon muchas literaturas. Pero aquella casa de campo encerró tanta vida, tantas peripecias y tanta ilusión que merecería al menos otro artículo. Como lo merecería su dedicación a la poesía de los otros en el Ateneo de Madrid, que abandonó para no soportar a Fraga ni a su cuñado Robles Piquer. Y en general, todo su trabajo, unas veces gratificante y otras no, de sus días de Madrid, toda una vida. No hay riesgo, pues, de que Madrid nombre hijo pródigo a este hijo con méritos para ser predilecto. Entre otros, quizá, los que lo trajeron sin haberlo querido, no sé si en 1941, no está seguro ni quiere consultarlo, para sobrevivir entonces en la prisión Porlier de Madrid, cuarta galería.

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