_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Enron, EE UU y yo

Todo el mundo habla de Enron, el mayor escándalo financiero en la historia de EE UU; los expertos creen que las repercusiones para la sociedad estadounidense serán mucho mayores que las del 11 de septiembre. En momentos de peligro, cuando las acciones se mantienen en valores de dos dígitos pese al estancamiento de la economía, debido a que Wall Street es, en la percepción del público, el punto de referencia de la salud de la economía, la onda expansiva es horrenda. En la década de los sesenta, el 10% de EE UU jugaba a la Bolsa; ahora depende de ella el 60%, a través de los planes de pensiones y los pequeños inversionistas. Los medios de comunicación y el Gobierno se preguntan quién sabía qué y cuándo; por qué Arthur Andersen -una de las 'cinco grandes' empresas de contabilidad que lleva los libros de las principales empresas estadounidenses- ignoró la realidad que tenía ante sí. Y hay otra cuestión: ¿cómo se las apañó Enron, que básicamente no era más que una empresa que negociaba con futuros -y negociar con futuros es el método más arriesgado de ganar dinero- para que en Wall Street se la conociera como posiblemente la empresa número uno de EE UU? No fabricaban un producto real, en sus empresas no había sinergia; lo que hacían era un simple azar, apostar dinero por dinero. Sin ninguna clase de cobertura.

Muchos estadounidenses han sufrido en silencio, a pequeña escala personal, su contacto con una pesadilla del tipo Enron. La mía empezó a finales de la década de los sesenta, cuando una parte de EE UU se subió al tren de la liberalización del dinero, mientras la otra, subida al tren de lo políticamente correcto, se comportaba como si el dinero no existiese, aunque viviera de él. Mi marido acababa de morir repentinamente, aún joven. El legado que le dejó su padre, que incluía rentas procedentes de empresas familiares, había encogido hasta quedarse prácticamente en nada.

En aquellos años, los hijos de los ricos se tomaban la izquierda como un signo de buenas maneras; los hijos de los emigrantes veían en ella la oportunidad de cambiar su condición y ambos grupos la utilizaban para ocultar la verdadera naturaleza de sus orígenes. Mi marido de tendencias izquierdistas sentía fobia por el dinero como reacción a su avariciosa madre. Mi corazón estaba con la España antifranquista.

En mi familia no se hablaba de dinero. Al hermano de mi padre, un profesor de derecho constitucional que formaba parte del grupo de asesores de Roosevelt, le daba rabia que mi padre, un gran abogado, se hubiera convertido en un rico industrial, y malgastara su gran cabeza para las leyes. Mi hermano mayor, un chico fino de Harvard como mi marido, acorde con las costumbres de la época, iba por ahí con una gabardina raída hablando de T. S. Eliot; el excesivo éxito de mi padre era como una piedra atada a su cuello. Pero lo que un hombre tira, a otro puede parecerle valioso. Cuando mi padre era ya mayor, y unos extraños dirigían sus cosas, su imperio se desintegró.

Mis abogados querían rematar la pequeña herencia que me había quedado de mi marido; no incluía dinero para exorbitantes minutas de abogados. No quería desprenderme tan rápidamente del legado y tenía miedo de ir yo sola a reuniones con contables, abogados y parientes políticos. Ni mis amigos ni yo teníamos la menor idea del complejo mundo del dinero, así que di a mi padre los papeles para que los leyera, en la esperanza de que no tuviera la mente nublada a causa del Parkinson y le arrastré a la reunión. Tuvo un buen día. Como cualquier buen abogado, pasó a la ofensiva, haciendo preguntas difíciles, e ignoró la afirmación de mi abogado de que, puesto que yo no caía bien a mis suegros, debía estarles agradecida por habernos dejado algo a mí y a mis hijos: 'Si las leyes sobre transmisión de patrimonio dependieran de la opinión de los suegros, no habría herencias'. Sin andarse con rodeos, dijo que básicamente se trataba de un fraude, no del reparto de un patrimonio; que los tribunales no veían con buenos ojos el que se robara a las viudas y a los niños, como si fuera un atraco, y que la Constitución tampoco otorgaba a mis suegros poderes ilimitados para quedárselo todo. Mis abogados dijeron que la ley no tenía nada que ver con la moralidad; mi padre respondió que, según la Constitución, sí. La reunión se acabó; mis abogados estaban furiosos porque yo no firmé nada.

Me sorprendió la desenvoltura con que mi padre convirtió mi falta de dinero en una ventaja. Como muchos hijos de triunfadores, yo pasaba de los arrebatos de timidez a los arranques repentinos de afirmación de mis derechos. Después de su muerte, pensé en el comentario que hizo a mis suegros: que el dinero era una realidad, no una enfermedad.

¿Estaba mi políticamente correcta generación eludiendo la realidad? Mis amigas feministas pensaban que debía tomarme mi difícil situación como la de una mujer vencida por la sociedad patriarcal. Pero no tuve el valor de hacerme pasar por una de las víctimas del mundo. Y nadie se entrometía en mi libertad sexual, sólo en mi patrimonio. El afán estadounidense por buscar las raíces y la identidad de uno no tenía por qué implicarme en cuestiones políticamente incorrectas como Standard Oil y Western Union, pero ésas eran las cartas que me habían tocado. Pensé en la empresa favorita de mi padre, adquirida a Standard Oil, la Self-Winding Clock Company, que utilizaba las líneas telefónicas de Western Union para conectarse a la hora del Observatorio de la Marina. Afirmaba que un país no podía depender sólo de la electricidad; estaba orgulloso de que durante el primer gran apagón en Nueva York, sólo su reloj, en la estación Grand Central, siguiera funcionando. Tuvo un altercado con Western Union; los abogados a los que encargó la defensa del caso cobraron la bonita suma de un millón de dólares, un millón de los años cincuenta. Imaginé que incluso en Manhattan, donde el dinero de ayer no valía ni para comprar un billete de metro, podía hacerme con un par de semanas de poder. Hice una llamada al bufete de abogados; siempre que me sentía amenazada, empleaba el tono frío de mi infancia de niña rica. Dije que la hija de J. Anthony Probst deseaba reunirse con su letrado. Mi problema fue que el abogado al que mi marido llamaba siempre también tenía conexiones con ese bufete, y ahora asesoraba a mi suegra.

A pesar de todo, el contable que había llevado el tema del legado -tan complicado de leer como los jeroglíficos de la Piedra Roseta- parecía asustado de que la empresa de mi padre pudiera considerarle responsable; sacó algunos de los archivos que yo necesitaba para entender el embrollado caso y comprendió que era mejor no destruir ningún documento. Pasaron 12 años. Por entonces mis hijos eran ya lo suficientemente mayores y estaban en condiciones de demandar a la familia de su padre, lo que yo no había podido hacer por falta de dinero, y tampoco había firmado la liquidación del legado. La familia de mi marido hizo un último intento antes de tirar la toalla y contrató a los abogados de la empresa eléctrica de mi padre. Yo alegué conflicto de intereses, porque habían sido mis asesores. Habían pasado 12 años y no se acordaban de mis visitas. Les enseñamos sus apuntes, que yo había conservado. Se retiraron del caso haciendo algunos comentarios poco amables sobre mi padre. Unas semanas después, el caso se resolvió a favor de mis hijos. El amiguismo, la idea de que la moralidad empresarial era una mercancía en venta, empezó mucho antes que Enron.

Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_