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Columna
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¿Europa sin objetivos?

Cuando los europeos ponen punto final en 1945 a la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial, todos comparten la misma obsesión: que la hecatombe a la que han sobrevivido no se repita nunca más. El imperativo de supervivencia es el soporte de una construcción institucional, que, no sólo reconcilie de forma duradera a Alemania y a Italia con los aliados, sino que ancle el futuro de todos en un destino político común. Esta fue la razón de ser del proyecto de una Europa política, su palanca y su argamasa. Un proyecto cuya prioridad apoyaban tanto los gobernantes como los ciudadanos. A esa necesidad de enterrar el fantasma del enfrentamiento bélico entre potencias occidentales se agregó, pocos años después, la urgencia de constituirse en primera trinchera defensiva frente al bloque soviético, que se creía que constituía una grave amenaza para la Europa democrática.

Paralelamente, los países europeos acometían una tarea de reconstrucción económica y material que promoviera la creación de riqueza y consiguiera alcanzar y superar los niveles de que gozaban antes de la guerra. Para conseguirlo se fueron creando marcos institucionales -la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la Comunidad Económica, el Euratom, etcétera- que favorecieron la circulación de personas, bienes, capitales y servicios entre los países europeos contribuyendo así a acelerar su recuperación y crecimiento y promoviendo un espacio económico común que encontró su expresión definitiva en la Unión Económica y Monetaria. Estos logros de la Europa económica fueron simúltaneos del aumento de la resistencia por parte de los Estados para seguir avanzando en la construcción política europea e implicaron el renacimiento de la teoría funcionalista, según la cual la vía más segura para llegar a una Europa política es la económica.

Pero hoy cuando es dificíl imaginar un conflicto bélico entre países europeos e incluso entre Europa y otras potencias; cuando somos una de las grandes potencias económicas mundiales y, además, gracias al euro y a tantos otros dispositivos concretos, la Europa de la economía forma ya parte de nuestras vidas cotidianas, y cuando ello no se ha traducido en la aparición de una Europa política, parece que la construcción europea se ha quedado sin objetivos, casi sin argumentos para continuar. La Europa posible ya la tenemos y la otra, la política, que está cada día más lejana y que la próxima ampliación va a alejar aún más, no nos importa. De aquí la extrema indiferencia de los europeos, que todos los indicadores confirman, sobre el futuro de la Europa comunitaria.

Indiferencia, tanto más incomprensible, cuanto que la mundialización, por una parte, y la radicalización del comportamiento imperial de Estados Unidos por otra, suponen un riesgo grave, si no para la existencia de los Estados europeos, en cuanto tales, sí para la supervivencia del modelo europeo de sociedad. Que es lo que nos hace ser lo que somos. Modelo en cuyo centro están las cuatro Europas diferenciales: la social, la multicultural, la solidaria y la defensora de la paz.

El semestre español nos ofrece la oportunidad de constituirlas en nuestros objetivos capitales. Hay que oponerse a que la prédica, y más aún la práctica de una mayor liberalización de la Europa económica, que es ya el espacio más liberal del mundo, continúe siendo una simple reorientación de las riquezas en favor de los grandes grupos económicos, mediante la privatización de los segmentos más rentables del sector público y la reducción a un funcionamiento mínimo de los servicios básicos -con las consecuencias que ha tenido en el Reino Unido-, el desmontaje sistemático de la protección social y la supresión de todo tipo de normas sociales y medioambientales, única garantía que les queda a los ciudadanos europeos.

Para ello y para exigir que la Unión Europea siga siendo, en sus principios y en sus políticas, radicalmente multicultural, que aumente su solidaridad con los países del Sur y que resista a las presiones belicistas del complejo industrial-militar norteamericano, es fundamental que se fortalezca el movimiento social y los movimientos alternativos europeos, punta de lanza de la transformación de nuestras sociedades, cometido al que Bourdieu dedicó buena parte de sus últimos años.

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