Costumbrismo pop
Diez años después de la aparición de Lo peor de todo (1992), de Ray Loriga, ocho después de la de Dibujos animados (1994), de Félix Romeo, Ismael Grasa (Huesca, 1968), que pertenece a la misma añada, publica un libro que parece situarse mansamente en la estela de estos dos títulos, especialmente el segundo.
La Tercera Guerra Mundial reúne un puñado de viñetas narrativas mediante las cuales recrea el autor su infancia casi adolescente en Huesca y sus veraneos en la Costa Dorada, teniendo por trasfondo los primeros años de la transición. De buenas a primeras, se diría que todo se resuelve en un reportaje sentimental, otro más, transido, eso sí, de ironía, y nutrido con el inevitable inventario de fetiches y recuerdos comunes: el grupo Viva la Gente y Naranjito, Tip y Coll y el insecticida Fly, Kunta Kinte y la flamante reina Sofía, Jimmy Carter y las películas en Súper 8, Grease y esos perritos cabeceadores (¿procuradores, los llamaban?) que se ponían detrás de los coches... Un recital de costumbrismo pop, por así decirlo, amparado en el revival años setenta que tanto cunde por estos pagos y que lo mismo da para el Chaval de la Peca que para una serie televisiva como Cuéntame.
LA TERCERA GUERRA MUNDIAL
Ismael Grasa Anagrama. Barcelona, 2002 144 páginas. 10 euros
Colmados ciertos niveles de saturación -rebasados tanto en literatura como en cine, música o televisión-, hay algo casi irritante en esta impostación kitsch de la clase media, también en esta elección de la infancia y de su indiferencia moral a la hora de hacer el recuento de unos años a los que, antes que la indulgencia de la memoria en blanco y negro y las canciones de Karina, convendría un poco de mala leche y las ganas de hacer, puesto que de niños se trata, y tan propensos son a ello, algunas preguntas incómodas.
Dicho lo cual, hay que reconocer que, página a página, este libro de Grasa termina por ganarse incluso al lector más enojado, y que así es, entre otras cosas, por virtud tanto de su sobriedad estilística, de su laconismo sentimental, como de la muy convincente construcción de la voz y de la perspectiva del narrador, que asume sin fingimientos su posición retrospectiva (el libro está escrito en pretérito imperfecto), y que opta por la primera persona no sin antes distanciarse de ella mediante el procedimiento de encerrarla entre dos paréntesis -un prólogo y un epílogo: dos veranos en Salou- redactados en estilo rigurosamente impersonal, objetivo.
Se dijo, a propósito de la muerte de Camilo José Cela, que hay rasgos de su escritura que mantienen, entre los más jóvenes escritores, una insospechable vigencia. Este libro, con su estructura colmenar, con su trote hormigueante, con su impasible brutalidad, con su piedad jocosa, también con sus reiterativas cadencias, viene a confirmarlo. Pero lo que, entre tantos cromos y sobadas postales de época, eleva súbitamente el nivel del libro, es la capacidad de algunas de sus viñetas de fundir la experiencia personal y la memoria colectiva en un acorde íntimo, de poderosísima capacidad de evocación, cuyo lirismo reverbera críticamente sobre el pasado. Así ocurre, por ejemplo, con las tituladas Hospital 3, Tren eléctrico, Chinos, Viajes o, muy particularmente, Instantáneas, con la que se cierra inmejorablemente el volumen.
'Un día el tío se murió y durante el entierro no sabíamos distinguir bien el aburrimiento de la tristeza', se dice en una de estas viñetas. Y en esa incertidumbre se cuela toda la verdad del tiempo que estas páginas tratan de recobrar.
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