La labor de los auditores: Atila, los hunos... y los otros
El autor critica que se culpe a las auditoras de las crisis de las empresas y explica que la actividad de los auditores no puede impedir que un directivo delinca.
Hace algunas décadas, cuando comenzaba a interesarme por cuestiones relacionadas con la auditoría -primero como periodista económico y luego como asesor que hoy sigo siendo de Andersen-, escribí un artículo que se titulaba Del mito al timo para reflejar un curioso péndulo de imagen, según el cual los trabajos del auditor pasaban de ser una especie de certificado mágico, pócima universal o panacea de salud a ser percibidos, de repente, como el timo del siglo porque empresas y bancos que estaban auditados entraban en crisis. ¿Recuerdan la situación bancaria más grave de Occidente y un endeble sector eléctrico sobreinvertido tras el parón nuclear, por poner sólo dos ejemplos?
Paradójicamente, dos décadas después, nuevos casos de crisis (en algunos casos, directamente estafas) sonadas han vuelto a inclinar el péndulo al otro extremo, y los auditores -después de muchos años de contribución positiva con criterios de certificación sensatos y anticipadores de muchos problemas- vuelven a estar en la picota como si fuesen los responsables únicos o, al menos, los primeros responsables de las consecuencias de prácticas como mínimo irregulares de los directivos o de caídas fulminantes de empresas que habían tenido crecimientos espectaculares, sin supervisión de riesgos.
Al auditor se le puede engañar y, en ese caso, la responsabilidad es de quien ha mentido
Esta profesión ha introducido garantías y fiabilidad en nuestro sistema económico
Los presuntos fallos relevantes de auditoría se circunscriben a media docena de situaciones
En España se ha llegado a escribir que Banesto, PSV, AVA e incluso Gescartera eran, fundamentalmente, ¡problemas contables! Y me estoy refiriendo a los casos contados en los que se ha investigado a fondo o sancionado el posible error o la negligencia del auditor. De repente, nadie recuerda que esos presuntos fallos relevantes de auditoría se circunscriben a apenas media docena de situaciones, frente a las más de 20.000 auditorías anuales que se han realizado de media cada año en la última década. Y se olvida quién, colaborando en silencio y sin notoriedad con empresas y reguladores, ha introducido criterios de cautela, solvencia y transparencia informativa con un cuerpo de doctrina que ha llevado a eficaces y flexibles sistemas de supervisión.
No. Los auditores vuelven a ser los malos de la película. Y ese guión tan simple puede tener un final trágico si -al hilo, por cierto, de lo que ocurre en Estados Unidos- se acaba por inmolar en la hoguera una profesión que ha contribuido decisivamente a introducir garantías y fiabilidad en nuestro sistema económico. Hay más de un desaprensivo arrimando ahora leña al fuego.
Un tópico puede darle veinte mil vueltas a la manzana antes de que la verdad se desperece, se vista y salga de casa. Todo esto me recuerda la fascinante biografía de Atila, el denostado rey de los hunos, un caudillo 'incivilizado' cuyas andanzas contribuyeron a forjar a hierro y fuego la historia de la actual Europa. Mil quinientos años después de su muerte, algunos teóricos del management han logrado incluso descubrir en sus enseñanzas valiosísimos principios para el logro de una dirección eficaz, basada no tanto en el dominio como en la persuasión y motivación de las gentes. Varios libros de éxito llegan a la conclusión de que, en estos tiempos de globalización y competencia a ultranza, Atila podría ser ¡un buen modelo para los directivos de las empresas!
Como fenómeno de comunicación, Atila resulta un personaje muy atractivo. Nada más lejos de mi intención que hacer aquí una apología del rey de los hunos. Pero sí creo que es preciso romper una lanza por los auditores ante ese péndulo nunca centrado de imagen. Hace dos décadas parecían, efectivamente, unos nuevos hunos tras cuyo paso no volvía a crecer la hierba. ¿Recuerdan Rumasa o las famosas 'auditorías de infarto'? Pues bien, de aquella mixtificación hemos vuelto a las versiones más denigrantes. De salvadores de la transparencia y garantes de la información los auditores pasan a ser los responsables primeros, por no decir culpables finales, de cualquier crisis empresarial.
Los dos extremos de ese péndulo de imagen que vela el rostro de Atila han impedido analizar a fondo cuál es la verdadera naturaleza, el contenido, los límites, el alcance (y, consecuentemente, la responsabilidad) de esa curiosa especie de nuevos hunos que pasan, sin solución de continuidad, del mito al timo. En ese permanente desenfoque, los auditores aparecen ahora como mercenarios de fortuna sólo dóciles con quien les contrata, dispuestos a vender su alma por un puñado de consultoría y capaces de falsear las cuentas pese al riesgo que contraen.
La auditoría va camino de diluirse otra vez en el tópico. El valor de la auditoría se desprecia tanto cuando se considera un producto estándar cuyo coste debe rebajarse -esto también se está diciendo en España- al margen de la calidad y en aras de una mal entendida competencia entre firmas. Y, al mismo tiempo, se disparata afirmando que la auditoría debe servir no sólo para certificar la veracidad de la información, sino para hacer valoraciones o pronósticos sobre el riesgo de un modelo de negocio o para descubrir ladrones. Como si los auditores fuesen una mezcla de jueces, fiscales, policías, inspectores tributarios.... y adivinos.
Sin llegar a la exageración de pensar que una auditoría sólo es válida cuando descubre algún tipo de fraude en las cuentas de la sociedad, a veces se desliza subconscientemente la idea de que la calidad de un informe es directamente proporcional al número de salvedades que incluye (y que generalmente no se leen). Esa absurda identificación entre salvedades y objetividad ignora que el informe final del auditor, generalmente muy breve cuando la compañía tiene en orden sus cuentas, suele ser la consecuencia de una ingente tarea oculta previa (algunas veces muy complicada) de investigación y de persuasión para convencer a los administradores sobre cómo mejorar el desglose, la calidad y la inteligibilidad de la información.
Al auditor no lo nombran ni el consejo de administración ni los directivos de la sociedad, sino la junta de accionistas, que es para quien realmente trabaja. Los responsables de la información -que el auditor no formula, sino que certifica- son los administradores y el consejo, que tienen la obligación de rendir cuentas a los accionistas. El auditor no valora la bondad o maldad empresarial de esa información, sino si es correcta y, en su caso, deberá reclamar todos los datos que precise para analizar, según criterios objetivos, unas cuentas y un balance que reflejen la situación patrimonial de una empresa en un momento dado, el cierre anual. En nada más que en eso -y también en nada menos- consiste el trabajo del auditor.
La auditoría no valora, por ejemplo, si los costes son altos o bajos, sino si la cifra que los refleja es o no correcta. Es a los accionistas y a los analistas externos o internos a quienes compete decidir si tales costes de la empresa son razonables o no con su estructura y su beneficio. O si el modelo de crecimiento es sostenible o qué niveles de riesgo se asumen.
La auditoría, consecuentemente, no es ningún ungüento amarillo. Una buena auditoría no reconduce un negocio mal gestionado o una estrategia de empresa inviable, ni impide que un directivo delinca; en el mejor de los casos, la auditoría sólo refleja a posteriori las consecuencias de esas situaciones. Al auditor, evidentemente, se le puede engañar y, en ese caso, obviamente -como ocurre, por cierto, en el periodismo-, antes que plantear su negligencia, hay que exigir la responsabilidad de quien ha mentido.
La independencia del auditor está fundada en la multiplicidad de clientes a los que debe servir, ya que no trabaja sólo para los accionistas, sino para potenciales inversores y analistas, acreedores, entidades financieras, para organismos reguladores y registros públicos, para los mercados de valores, etcétera. Y de ello depende su reputación y su prestigio profesional, que en casos discutibles es sometido, como estamos viendo, a un exigente escrutinio público.
Los auditores no pueden eludir su responsabilidad en un corporativismo injustificable que sirva de parapeto a prácticas inaceptables, por aisladas que sean, ni aceptar una generalización engañosa, injusta con la mayor parte de la profesión. Es también exigible, por las mismas razones, que los informes de auditoría eludan la complejidad de un lenguaje críptico que, lejos de mejorar la precisión técnica, genera equívocos y confunde a esa multiplicidad de usuarios potenciales de los informes.
Hay que aprender de las crisis y hacer de la necesidad virtud. En una economía más avanzada -a cuya transparencia han contribuido las auditorías cuando ni el contexto social ni la normativa legal la propiciaban-, la propia cultura financiera de los accionistas, de los trabajadores, de la sociedad en general, debería impulsar un mejor conocimiento y una mayor difusión de los contenidos del trabajo del auditor.
Esa mayor cultura financiera y esa sensibilidad social hacen posible y necesario hoy un análisis que, valga la redundancia, objetive la objetividad de la auditoría y acabe, por tanto, con generalizaciones y tópicos simplificadores que, precisamente, escudan la baja profesionalidad. Las excepciones serán pocas, pero se han dado, y en la historia de los auditores hay hunos... y hay otros.
José Luis Carrascosa es periodista y asesor de comunicación.
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