El agua de la fertilidad
El muchacho viejo e inefable Shohei Imamura es un pozo sin fondo de sabiduría cinematográfica, lo que en su caso nada tiene que ver con el espíritu profesoral, sino todo lo contrario, porque la suya es una sabiduría que viaja embarcada en un vendaval de inventiva libre, fresca y llena de asombrosa audacia y desenvoltura, lo que le hace, a su avanzada edad y una vasta obra a la espalda, un hombre de cine imprevisible, que no deja adivinar por qué vericuetos del alma va a mover a la pantalla.
En sus tres últimas obras, La anguila en 1998, Doctor Akagi en 1999, y ahora, en 2001, esta sorprendente e inclasificable Agua tibia bajo un puente rojo, Imamura se sale de madre e inunda -ayudado por su, a veces exquisita y a veces abrupta, capacidad para vulnerar e incluso pulverizar los lugares comunes- de luminosidad a los sombríos indicios de agotamiento del cine de Japón. Su desconcertante capacidad para introducir mitos en total pureza dentro de espacios de la vida cotidiana adquiere en este Agua tibia con que nos baña una intensa fuerza indistintamente poética y erótica.
AGUA TIBIA BAJO UN PUENTE ROJO
Dirección: Shohei Imamura. Intérpretes: Yakusho Koji, Shimizu Misa, Baisho Mitsuko, Kuwa Mansaku, Kitramura Kazuo, Natsuyagi Isao, Kitamura Tukiya. Género: comedia. Japón / Francia, 2001. Duración: 119 minutos.
Es la misma desbordante energía genesíaca que brota en instantes intensos y fugaces de los otros dos filmes, pero que ahora toma forma envolvente en la figura, o leyenda, de una mujer, o bruja o diosa, dotada del don de la fertilidad, una mujer absoluta que repuebla con su torrencial y tibia humedad a cuanto la rodea y ama. El encuentro de esta mujer, Saeko, con el hombre abandonado y errante, Yosuke, que huye de la ciudad hacia del mar en busca del talismán de la juventud, es una de las escenas de sexo más insólitas del cine reciente, que está lleno de sexo sabido y archisabido. No hay esquemas en la imaginación de Imamura, todo en ella está sin decir. De ahí que cautive o repela.
El ritmo vivo y cálido, la transparencia (y casi translucidez) de la imagen, la precisión del juego de encuadres, la gran economía expresiva, los sorprendentes deslizamientos (a veces instantáneos) desde lo real a lo mágico, son peculiaridades del cine de Imamura, que a estas alturas de su vida y su obra forma parte del patrimonio, o tesoro, del cine moderno de Japón. No es este Agua tibia la cumbre de su creador, pero hay en Imamura rasgos de genialidad que atraviesan toda su obra y afloran en sus rincones más escondidos. Y esto ocurre en este raro y bello filme, que arranca con fuerza y su eje se inunda hasta el tuétano con el flujo del talento de Imamura, que, sin embargo, no mantiene hasta el fin la tensión mítica, poética y erótica y se le agota el caudal de la gracia un poco antes de tiempo.
Babelia
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