Hasta aquí
¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí?, se preguntaban ayer, volviendo la vista hacia sus mayores, los miembros de organizaciones juveniles concentrados en protesta por el intento de asesinato de Eduardo Madina, dirigente de las Juventudes Socialistas de Euskadi. Lo hacían con reproche: 'No tiene que ser tan difícil, quiten tensión, pónganse de acuerdo'. Cada generación cree inaugurar el mundo, y es lógico que los que llegan pregunten y empujen. No lo es tanto que algunos de los empujados pongan más empeño en halagar a los jóvenes, apuntándose a su teoría de que todo es cuestión de buena voluntad, que en decirles que también son jóvenes los que han mutilado a su amigo (y los que denuncian a los profesores a los que ataca ETA).
'¿Qué condujo a la sociedad alemana a la locura colectiva', se preguntó Sebastian Haffner a fines de los años 30, cuando tenía veintitantos, y para contestarse escribió un libro, Historia de un alemán, cuya versión española acaba de publicar la editorial Destino. Ya antes de la llegada de Hitler se vivió, escribe Haffner, una situación en la que 'era difícil distinguir lo posible de lo imposible', en parte porque los políticos 'no se cansaban de alabar el llamativo ataque de atontamiento masivo que sufría la juventud'; y después de que llegara, aún pasaron años antes de que su generación se tomara en serio a los nazis, cuyo designio era 'borrarnos de la faz de la tierra'.
Comparar la situación actual de los vascos no nacionalistas con la de los judíos de la Alemania nazi es 'profundamente manipulador', una 'brutalidad ideológica que se ejerce a partir de los medios de comunicación españoles', en opinión de Iñaki Lasagabaster, profesor de la Universidad del País Vasco (Les Temps Modernes, verano de 2001). El argumento es que los judíos no tenían un Estado detrás respaldándoles, como ocurre hoy a los vascos españolistas. Aunque esto último sea cierto, ello no impedirá que los que han visto quemar tres veces su farmacia o librería, o los profesores que han tenido que tomar el camino del exilio, tiendan a sentirse tan desamparados como los tenderos y profesores judíos de 1933.
De momento, ya hemos pasado de la enfática afirmación de que ser víctima de ETA no da la razón a considerar que convierte en sospechosos a los que lo han sido. Edurne Uriarte ganó una cátedra en la Universidad del País Vasco aprovechándose -según la revista Kale Gorria, dirigida por Pepe Rei- de la 'relevancia pública adquirida a raíz de la denuncia de supuestas amenazas de ETA'. Más que supuestas, porque le colocaron tres kilos de dinamita. Ahora, una comisión de la Universidad (de la que forma parte Iñaki Lasagabaster) ha anulado la oposición estimando el recurso presentado por su contrincante, Francisco Letamendía.
Este antiguo diputado abertzale se consideró víctima de una injusticia al ver que la plaza iba a una profesora con menos obras publicadas y años de investigación. Seguramente muchos opositores derrotados tendrán sentimientos parecidos, en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, lo singular del País Vasco es que hay un sector de sus habitantes que se considera con derecho a reforzar sus razones con amenazas. Letamendía ha negado haber amenazado a nadie, pero los testimonios recogidos en las cinco cartas del jefe del departamento, Paco Llera, al rector, escritas antes de que se conociera el resultado del recurso, ofrecen un alto grado de verosimilitud: nadie se inventa una cosa así, incluyendo expresiones tan reveladoras como ese 'hueles a establo asturiano' con que, según Llera, culminó Letamendía sus advertencias. (Calor de establo: Nietzsche; pero asturiano: no eres de aquí, vuélvete a tu casa).
El problema no es si la comisión que ha dado la razón a Letamendía ha actuado por miedo, sino la fuerza intimidatoria que frente a adversarios de todo tipo tienen las amenazas cuando provienen del sector de que forma parte ese profesor. Letamendía no puede ignorar que en Euskadi las palabras ('caciquismo y españolismo furioso') no se las lleva el viento, sino que a veces aparecen con pelos y señales en la revista de Pepe Rei, encargada, según opinión muy generalizada, compartida por algunos jueces, de una misión similar a la de quienes colocaban estrellas amarillas.
¿Cómo hemos llegado a esto? Pues poco a poco: callando, o gritando exageradamente lo contrario de lo que pensábamos, para que no nos tomen por judíos.
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