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Columna
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Inauguraciones y ruidos

El martes pasado, y mediante un notable despliegue publicitario, se anunciaba la plantación del primer árbol del Parque de Cabecera de la ciudad de Valencia que, no obstante la enorme superficie que ocupará -334.000 metros cuadrados-, se prevé ejecutar en un plazo de 24 meses. Saber encelar al vecindario con la colocación de primeras piedras o árboles, para el caso, inaugurar tres veces una misma obra, o darla por concluida cuando está en mantillas, es una rara habilidad del partido gobernante. Ignoro si el truco sigue dando réditos electorales o si estos fuegos fatuos penetran la coraza de escepticismo que le ha crecido al personal. Lo cierto es que se insiste en la fórmula y tanto el cap i casal como la Comunidad entera se han saturado de realidades virtuales más o menos emprendidas y que sólo Dios sabe cuándo se darán por acabadas y cuántas bendiciones previas habrán de recibir. Es una forma como otra de hacer ruido.

Mientras, y a la par con estas grandilocuencias, los viejos problemas que afligen al ciudadano y malversan su calidad de vida se agravan e incluso aumentan con otros. El de la seguridad ciudadana, por ejemplo, que estos días nos tiene tan alarmados y que, de prolongarse, frustrará la bondad del citado parque y de cuantos se maquinen. ¿Para qué queremos esos alardes botánicos y de ocio que se diseñan si no podremos gozarlos sin el peligro ineluctable de ser asaltados o agredidos? Pero pespuntar jardines o despliegues urbanísticos resulta más amable que hincarle el diente a esa brecha cívica de la inseguridad. O a esa otra que no ha dejado de estar en candelero que es la contaminación acústica, muy manida también en estos momentos.

A este respecto, he de reconocer que las autoridades responsables, sean los ayuntamientos más implicados como el mismo Consell de la Generalitat, revelan una auténtica preocupación por el asunto. Al fin y al cabo, ni están sordas ni blindadas contra tan desquiciante molestia. Suelen alegar, y con razón, que atenuar los decibelios es una tarea complejísima por la cantidad de intereses confrontados y las pautas culturales -vulgo mala educación, en buena parte- vigentes. Es un argumentario tan real como caduco, pues se repite lustro tras lustro, con unas u otras siglas gobernantes, sin que se vean enmiendas al conflicto. En otras palabras, a sus buenas razones se suma una tenaz inoperancia. Algo que no pasa cuando se inaugura una fuente o su boceto, obviamente.

Al filo de lo que estos días se dice y escribe en torno a tan penosa pandemia decibélica, es deprimente comprobar cómo se ha columpiado tan largamente nuestra clase política cuando todavía está por alumbrar la tan traída y llevada Ley del Ruido que, en tanto no se promulgue, prolonga el actual desarme coercitivo de los municipios, que han de hacer mangas y capirotes para clausurar un local ruidoso y reiteradamente sancionado. Ni está en sus manos, ni tienen los recursos humanos necesarios para ejercer la puntual inspección. Lo suyo es, además de reunirse en comisión, instalar sonómetros y constatar hasta la saciedad que seguimos compartiendo el liderazgo universal entre las ciudades y países ruidosos. La servidumbre, pues, va para largo y habrá que volver sobre ella. Pero no ahora, en vísperas falleras, donde todo desmán tiene licencia, aunque por fortuna nos coge entrenados por el estrépito de cada día y el incivismo de siempre.

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