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Columna
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Límites y fronteras

Poco antes de que se reuniera ayer la Mesa de Seguimiento del Pacto Antiterrorista para examinar varias propuestas del PP y del PSOE, el atentado de ETA contra Eduardo Madina, miembro de la Ejecutiva de las Juventudes Socialistas de Euskadi, devolvió a la dura realidad de los hechos a los que tienden a olvidar que el principal objetivo del terrorismo son los cargos públicos, los afiliados y los simpatizantes de los partidos que representan a los vascos ajenos a las creencias del nacionalismo moderado o radical; los crímenes de ETA forman parte de la estrategia del desistimiento dirigida a crear la espiral de silencio en el País Vasco y a promover el exilio de los ciudadanos que reivindican sus derechos por encima de la ideología. El atentado de ayer debería hacer recordar a todos los demócratas que el terrorismo no debe ser utilizado para los pequeños ardides y las mezquinas triquiñuelas de la lucha interpartidista. Desde esa perspectiva, es una ruindad que el Gobierno madrugara al PSOE -en vísperas de la reunión de la Mesa de seguimiento- con la filtración de unas propuestas que hubieran debido conocer antes sus interlocutores; aunque los dirigentes del PP se diviertan poniendo de los nervios a los ciclotímicos miembros de la Ejecutiva socialista con deslealtades y humillaciones, esa treta electoralista es una vileza indigna cuando el terrorismo anda por medio.

La valoración política y jurídica de las propuestas de reforma de tres leyes (sobre Partidos, Régimen Electoral y Financiación de Partidos) deberá aguardar a que sus textos sean públicos; sería deseable, por lo demás, que los nuevos presidentes del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, tan propensos a comportarse como majorettes del Gobierno, reprimieran su afición a pronunciarse a título personal sobre cuestiones condenadas a terminar en su sede jurisdiccional. Las modificaciones de la Ley Electoral y de la Ley de Financiación de Partidos son una obligada secuela de la enmienda a la Ley de Acompañamiento de los Presupuestos, que aprobó el pasado diciembre la decisión de no pagar a Batasuna -incluso con efecto retroactivo- las subvenciones correspondientes a los votos y escaños obtenidos en las elecciones.

Las dudas en torno a la constitucionalidad de negar a Batasuna en el futuro las ayudas electorales de las que se benefician los restantes partidos se multiplican cuando el impago afecta a las subvenciones del pasado reconocidas por el Supremo: 'La irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas' y 'la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos' están garantizadas por la Constitución. La anunciada reforma de la Ley de Partidos, que fue promulgada antes de la aprobación de la Constitución, parece orientada a una actualización de su texto capaz de proporcionar a los jueces instrumentos para ilegalizar a Batasuna; sólo el conocimiento del texto permitirá opinar sobre su constitucionalidad. La norma de 1978, por lo demás, ya establecía que los partidos pueden ser disueltos por los tribunales cuando incurran 'en supuestos tipificados como asociación ilícita en el Código Penal' o 'su organización o actividades sean contrarias a los principios democráticos'.

Nunca faltan voces impacientes con las limitaciones impuestas por las formas del derecho a las actuaciones del poder. Mirando hacia atrás con la comprensible ira provocada por el descaro ventajista de Batasuna, con un pie fuera del sistema y con el otro dentro para cobrar subvenciones y apelar a las garantías constitucionales, la gente bajo el punto de mira de ETA rechaza la idea de que la voluntad popular, expresada en las urnas por los votantes y en el Parlamento por los diputados y senadores, no pueda traspasar el marco de la Constitución. Ésas son, sin embargo, las reglas de juego de un Estado de derecho: la única manera de modificarlas sería reformar la Constitución. Pero aunque varios países de la UE hayan emprendido revisiones constitucionales para adaptar su legislación a los acuerdos antiterroristas de la última cumbre europea, el coro de vestales del Gobierno de Aznar defiende el sagrado dogma de la virginidad de la Constitución, tal vez por creer que la mayoría absoluta y el control de los tribunales le permitirá saltarse cuando quiera sus fronteras.

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