La sociedad invisible
Ninguna generación ha estado tan obsesionada por lo visual como la nuestra. Nos rendimos ante lo visible y apenas podemos librarnos del poder de las imágenes, tanto de las fascinantes como de las terribles. La sociedad que se ha ido generando en torno a la televisión está acostumbrada a no creer salvo lo que ve y a creerse todo lo que ve. Asignamos a la visibilidad un valor central, al que se asocian otros como la sinceridad, la autenticidad, la inmediatez o la transparencia.
Desde hace tiempo esta visibilidad se ha vuelto problemática o ficticia. Uno tiene la impresión de que todo está a la vista, pero que, al mismo tiempo, los poderes que de verdad nos determinan son cada vez más invisibles, menos identificables, que están, como la vida lamentada por Kundera, 'en otra parte'. Dicho de una manera más general: los signos son más difíciles de interpretar y tras las apariencias se abre una fosa indescifrable donde se ocultan los verdaderos significados de las cosas que nos pasan. Las evidencias escasean en un mundo complejo, en el que todo lo que puede saberse tiene el estatuto de una suposición o de una sospecha. Saber es algo muy parecido a sospechar.
Es la propia configuración del mundo actual lo que no permite abandonarse a lo visible y exige interpretaciones más complejas. En el curso de la globalización, la pregunta del millón es: ¿quién manda aquí? En otras épocas, esta pregunta carecía de sentido o podía contestarse con una simple indicación. Éste ya no es el caso cuando en buena medida el poder se ha desplazado de los Estados nacionales a los conglomerados anónimos que tienen una localización incierta, escapan a las obligaciones de control político y no han de dar cuentas ante ningún electorado. Cuando, por ejemplo, 'los mercados' reaccionan con nerviosismo no hay ningún interlocutor al que se pudiera tranquilizar o criticar. Los poderes mismos son invisibles, inimputables; a lo sumo puede uno protestar ante las conferencias internacionales o derribar el World Trade Center, pero el sistema sale indemne, precisamente porque no consiste en una organización gobernada desde un centro visible. Con esto no formulo un juicio moral, porque el problema no consiste en que alguien se oculte deliberadamente, sino una propiedad del mundo en que vivimos, en virtud de la cual los poderes resultan invisibles; la representación, equívoca, y las evidencias, engañosas. La invisibilidad es el resultado de un proceso complejo en el que confluyen la movilidad, la volatilidad y las fusiones, la multiplicación de realidades inéditas y la desaparición de bloques explicativos, las alianzas insólitas y la confluencia de intereses de difícil comprensión. Nos recuerdan con frecuencia que el mundo se constituye como una gran red, pero acto seguido hay que advertir que por eso resulta más inabarcable e intransparente, ya que la red también es una trama. La distribución del poder es más volátil; la determinación de las causas y las responsabilidades, más compleja; los interlocutores son inestables; las presencias, virtuales, y los enemigos, difusos. Todo contribuye a que vivamos en un mundo más enigmático.
Gracias a los claros espacios de la representación hemos vivido mucho tiempo bajo las condiciones de una relativa seguridad. Pero los órdenes de la representación llevan tiempo erosionándose. Mediante la globalización, muchas de estas delimitaciones se han debilitado y todo apunta a que vamos a vivir en un estado de permanente inseguridad. En este sentido, el 11 de septiembre ha de ser recibido como una llamada de atención sobre la verdadera naturaleza de nuestro mundo, cuyo horizonte es una nueva invisibilidad desde la que deben reinterpretarse muchas de nuestras habituales categorías.
No es ninguna casualidad que también las fuerzas de la destrucción hayan pretendido la invisibilidad: los ejecutores inmediatos (visibles) están muertos; lo que vimos una y mil veces no ilustraba en absoluto acerca de los autores, las tramas y las causas; los muertos también fueron sustraídos de la visión; los efectos del atentado, como el miedo y la inseguridad, son dimensiones invisibles y no se combaten con evidencias; el nuevo icono del mal fue un hombre escondido e ilocalizable; la guerra no pudo ser justificada mediante pruebas, sino por indicios que nadie ha hecho públicos, así como ahora se afirma que no será posible condenar a nadie por pruebas como las que exige el Estado de derecho, es decir, evidencias visibles... La televisión ha fracasado a la hora de explicar el conflicto por el mismo motivo por el que este conflicto no consiste en lo que se ve o se muestra: porque su horizonte es la conspiración y el indicio, algo que no puede trasladarse a imágenes visibles, que a lo sumo cabe suponer en un texto. Éste es otro de los tópicos heridos en esta batalla, el de que una imagen vale más que mil palabras, porque las imágenes no explican nada cuando lo que se necesita es una interpretación de tramas complejas.
El 11 de septiembre comenzó una nueva era del terrorismo, que también exige ser pensado y combatido de otra manera. Con la desaparición de los límites y las fronteras también desaparece la categoría tradicional del delito que consistía precisamente en la transgresión de esos límites. De ahí que la primera discusión fuera acerca de si nos encontrábamos ante una guerra o un acto de terrorismo. Generalmente, el énfasis no contribuye a aclarar la verdadera naturaleza de los problemas, que tienen que ser, antes que nada, bien comprendidos.
No deberíamos cometer el fallo de pensar que nos enfrentamos a otra estrategia de representación. La tradicional sintomática política que busca explicaciones causales para los fenómenos ya no sirve. Explicamos fenómenos complejos y establecemos causas y efectos en vez de darnos cuenta de que estos movimientos tienen fines, ideologías, estructuras y estrategias que no se dejan reducir a ellos. No sólo son invisibles los culpables, sino también sus objetivos, muchas veces indeterminados, y por eso mismo innegociables. Tenemos delante un nuevo fenómeno que no es revolución ni guerra fría y que se comprende mejor con las categorías de la conspiración. La figura del delincuente o criminal es obsoleta y su lugar lo ocupa ahora el conspirador, el que confunde mediante signos que no significan lo que deberían. Las causas que aduce (religión, conflicto palestino, globalización y pobreza) no deben ser tomadas en serio. Para este tipo de asuntos vale la recomendación de Graham Greene en El factor humano de no tomarse demasiado en serio ningún juego, porque entonces se pierde. Hay que entender y luchar contra el terrorismo sin creerse necesariamente lo que afirman los terroristas, una de cuyas armas consiste precisamente en generar confusión. Asistiremos a unos conflictos sin uniformes, con explosiones dispersas, métodos de destrucción siniestros como las armas biológicas o químicas, sin signos en los mapas como los señalizados por los frentes, con estrategias diseñadas más para producir miedo que bajas. Martin Creveld ha visto en todo ello una metamorfosis que va más allá de lo militar: termina la época de la estatalidad moderna, de la soberanía reconocible, del monopolio de la fuerza monopolizada y la seguridad garantizada.
Tal vez todo esto sirva para explicar el retorno del espionaje, que había perdido importancia tras el final de la guerra fría. Se debe a que la oposición entre el poder explícito y el criminal ha sido sustituida por la sospecha, la intriga y la conspiración. Esto quiere decir que tras la superficie de los signos existe una fuerza determinante que sólo cabe intuir. La importancia de los servicios secretos obedece a las dificultades generales para informarse, entender e interpretar la realidad sobre la que se actúa; tampoco es un asunto que concierna exclusivamente a la defensa y la seguridad. En adelante, cualquier institución o empresa tendrá que dedicar más esfuerzos a este tipo de averiguaciones a medida que el mundo en el que se mueve sea menos claro, en el que las estrategias unilaterales o el culto a lo evidente aboquen a la absoluta perplejidad. La inteligencia es, cada vez más, una tarea interpretativa, del mismo modo que el interés propio resulta de una creciente complicación de otros. En ambos casos la inmediatez, la visibilidad ingenua, resulta engañosa y el que mira sin interpretar no se entera de nada.
Hay un paralelo entre la crisis de la representación (deslimitación, ambigüedad, inabarcabilidad, confusión...) y el interés creciente por las novelas de intrigas desde el siglo XIX. El mismo tiempo que, por ejemplo, establecía una manera de vestir anónima y general, producía también la figura del agente secreto o el detective privado. En una situación en la que los poderosos no solamente no se distinguían ópticamente de los demás, sino que comenzaban a comer y beber lo mismo, a hablar el mismo lenguaje, el detective asumió la tarea de determinar quién tiene el poder y quién no, distinguir entre el conspirador y el inocente. La actividad investigadora es la narrativa dominante cuando las cosas no se reconocen con facilidad. La batalla consiste en interpretar la información, en desarrollar estrategias contra signos extremadamente opacos.
Los lugares del poder residen en el espacio oscuro de la sospecha, que Boris Groys ha llamado lo 'submedial', el sótano de un mundo mediatizado, en cuya superficie estos lugares no resultan reconocibles. Son los espacios en los que realmente combaten los terroristas y los contrapoderes secretos, desde el momento en que la única posibilidad de hacer frente a una conspiración es organizar otra propia. Pensadas así las cosas, ganamos una perspectiva para entender lo que nos ocurre y adivinar por dónde van a discurrir las controversias del futuro inmediato. Las nuevas prohibiciones, la vigilancia y la inseguridad, todo ello tiene que ver con el hecho de que los signos se han vuelto sospechosos, de que rige también una completa ambigüedad en relación con nuestros derechos. Aquí reside, a mi juicio, la verdadera gravedad de los acontecimientos recientes, que resulta, a su vez, de la forma también dramática del mundo actual, con sus injusticias y desigualdades, protegidas frecuentemente por una apariencia correcta.
No nos queda más remedio que contribuir, desde la reflexión y la práctica, a configurar un escenario en el que -por seguir con los términos que he venido utilizando- la diferencia entre lo que se ve y lo que realmente sucede no sea tan grande. Las estrategias de simplificación del mundo son las que conducen a ese fatal dualismo: superficie estúpida y profundidad siniestra. Pensar las cosas en su incómoda complejidad es el primer paso para que no se decidan en otra sede.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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