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Columna
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Gobernar, ¿para qué?

Josep Ramoneda

Desgraciadamente, la campaña para las próximas elecciones autonómicas se presenta larga y repetitiva, a pesar de la gran novedad de ser las primeras en que Jordi Pujol no será candidato. Larga porque ya ha empezado y faltan casi dos años -salvo que el PP, que también en este punto tiene la iniciativa política, decida lo contrario-. Y repetitiva porque la política de este país se mueve siempre dentro de la misma baldosa: la cuestión nacional.

Después de tantos años de gestión, con el correspondiente desgaste y bastantes ejemplos de obra mal hecha, se comprende que la federación gobernante se instale en el eterno discurso de la nación inacabada y busque, como siempre, la cohesión de su electorado frente al enemigo exterior. Aunque, todo hay que decirlo, el ejercicio requiere unas dosis importantes de equilibrismo -o cinismo, si se prefiere- cuando el enemigo exterior es el aliado que mantiene a la federación en el poder.

Ocurre, sin embargo, que la propia Convergència i Unió es consciente de que los tiempos pasan y de que, en un mundo barrido a ráfagas por flujos culturales trasnacionales, las fronteras y los límites de lo nacional tienden a ser menos claros y ni siquiera la conciencia nacionalista es impermeable a los efectos contaminantes de estos vendavales. Quizá por ello los nacionalistas han optado por compensar la radicalidad formal en la respuesta al PP -presentando una lista de exigencias que desbordan claramente el marco definido por Aznar- con una novedad de primer orden en el discurso nacionalista: la aceptación de que puede llegar un día en que se den las condiciones para dar por cerrado el Estado autonómico. Convergència i Unió teme que incluso una parte de los suyos rechace, a estas alturas, el discurso de la queja como estrategia básica. Entre otras cosas, porque hay razones para empezar a sospechar que este discurso puede ya sólo ser la coartada para encubrir las ocasiones perdidas.

Convergència i Unió sigue, por tanto, enchufada al uso posibilista de la intransigencia ideológica que la ha caracterizado, con leves correcciones de adaptación a un electorado que desde las últimas convocatorias electorales ha empezado a ir más deprisa que sus dirigentes, aunque sólo sea en el camino hacia la abstención. Lo que resulta más sorprendente es que el PSC siga atrapado en la misma baldosa, cuando la realidad catalana ofrece tantos terrenos más o menos vírgenes que cultivar. A falta de explicación racional, gentes incluso del propio PSC dicen que el problema es que a Maragall su religión no le permite salir de este campo: ganar a Convergència i Unió en el terreno del pujolismo. Sigo pensando que fue esta limitación la que le impidió ganar en 1999 unas elecciones que tenía ganadas. No entiendo muy bien la reiteración en el error. Entre otras cosas porque en la sociedad de la comunicación de masas los clichés son muy importantes. Y jugando a nacionalistas siempre tienen las de ganar los que ya llevan la etiqueta puesta. Durante las últimas semanas, el candidato socialista ha dicho que habría que empezar a pedir responsabilidades al Gobierno de Aznar por no haber acabado con ETA, obviando la nula autoridad moral que tiene en este tema un dirigente socialista que, como casi todos, guardó silencio sobre los GAL. Ha denunciado al PP por incumplimiento del pacto antiterrorista, sirviendo en bandeja a sus adversarios el miserable argumento de la dependencia del PSOE que le obliga a estar en un pacto que no le gusta. Y ha dicho que el pacto antiterrorista contiene la posibilidad de la reforma de la Constitución, lo cual probablemente sea cierto. Pero por más que la conciencia de estadista, que todo político lleva puesta, resulte más gratificada con un proyectos de tanta envergadura como redimir España desde la periferia, Cataluña tiene un sinnúmero de problemas sobre los que es legítimo querer saber las posiciones de unos y de otros. Y probablemente en ellos y no en renovar la teología nacional se jugarán las elecciones.

Durante estos 20 años, Cataluña ha perdido un montón de oportunidades. La vertebración de un área metropolitana como corresponde a una conurbación que quiere tener un lugar en el mapa de Europa. La creación de una administración de nueva planta realmente moderna y capaz de constituir una verdadera cantera de servidores de la función pública. El desarrollo de un sistema de educación abierto capaz de ser puntero en la enseñanza de los instrumentos -nuevas tecnologías, idiomas, etcétera- y de mantener viva una cierta cultura humanística amenazada de extinción. La dotación de un nivel de infraestructuras que sea eficaz catalizador de las ambiciones colectivas, cuando la joya del Gobierno es el Eixe Transversal, que ya nació estrecho, y el área metropolitana sigue sin tener un metro como corresponde a una gran aglomeración ciudadana. Suma y sigue. La actualidad nos pone delante otro gravísimo problema: el papel de los poderes públicos en las políticas de deslocalización empresarial. Afortunadamente, José Montilla rompió un silencio del PSC que empezaba a ser alarmante.

Gobernar, ¿para qué? Para hacer lo mismo que los nacionalistas y que la derecha ya están ellos. El relevo de personas siempre es positivo por higiene social, pero reducir la democracia a un simple cambio del personal de mando -y de los sistemas de intereses- es una visión bastante empobrecida. Aunque cada día esté más de moda.

El pactismo catalán -especialista en evitar conflictos, pero incapaz de conseguir acuerdos en cuestiones fundamentales- ha sido bastante inútil a la hora de resolver algunas de la cuestiones claves de este país. ¿Hay realmente voluntad y condiciones para romper el círculo en que el país se ha ido atrapando?

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