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REDEFINIR CATALUÑA
Columna
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Rodríguez Ibarra, nuestro cómplice

Me dice un buen amigo de aguda palabra y afilada mente: 'Después de la presión de las elecciones vascas, y de toda la contaminación que la guerra dialéctica significó en lo político, volvemos a tener debate político serio. Está acabando la etapa sucia'. Y me aconseja la lectura de un artículo que Vicenç Villatoro publica en la competencia, donde mi otro buen amigo analiza la diferencia entre el discurso español autonomista y el antiautonómico. 'Cuando hablamos de las formas de articulación del Estado, el debate no es a dos, sino a tres: centralistas, autonomistas y nacionalistas'. Y añade: 'Es obvio que en España hay autonomías porque las trajeron los nacionalistas vascos y catalanes. Pero la existencia de autonomías ha creado autonomistas'. Sí. Me parece tan inapelable la afirmación que, más que debatir sobre ella, intentaré hacerlo sobre las consecuencias del hecho, sus repercusiones. ¿Es Rodríguez Ibarra un aliado de Cataluña? Hago la pregunta a saco para situar de golpe la cuestión. A pesar de que en el discurso más recalcitrante de lo catalán Rodríguez Ibarra es la tipificación del adversario nato, casi del enemigo en según qué retóricas, y a pesar de que ha hecho méritos para esa tipificación, no en vano su verbo fácil lo ha sido a menudo de enfrentamiento, Rodríguez Ibarra puede que sea un interlocutor. Sin ser nacionalista, en el sentido que sólo pueden serlo vascos, catalanes y gallegos, o aznaristas pata negra, es indiscutiblemente un autonomista. Sus cuatro condiciones para que el PSOE pacte la cooperación autonómica no sólo avalan esta afirmación, sino que la apuntalan. Veamos, presencia autonómica en la UE, reactivación de las conferencias sectoriales, propuesta de creación de la conferencia de presidentes autonómicos y, lo más importante, reforma de la Constitución para convertir el Senado en la Cámara territorial que tendría que ser y nunca ha sido. Ni Maragall con sus buenas intenciones puede ir mucho más lejos, y eso que Maragall, el pobre, ha tenido que sufrir más de una invectiva del león extremeño, especialmente cuando al bueno de Rodríguez Ibarra le da por conjugar su apellido y desbarrar con alegría torera. (Por cierto, aprovecho el Pisuerga para enviarle un capote a Joan de Sagarra y decirle que estoy con él: los toros, para las vacas, así que dejemos de marearlos...). Volviendo. A pesar de todos los pesares, con chistes sobre lo catalán incluido y hasta con archivo de Salamanca literalmente robado, hay por las Españas unos cuantos políticos de primera fila que, con todos los matices del mundo y con diferencias ideológicas evidentes, tienen una idea de España distinta a la España única de siempre. Esa España, esa que se nos muestra ahora en su versión posmoderna piqueriana, pero que es la misma imperial de siempre. La que siempre dice unificar España y siempre la acaba rompiendo. Más allá de un discurso monolítico que, en su defensa de lo español, excluye visceralmente todo aquello que no aparece en la versión Pemán de la historia, empieza a haber una España que ve lo global desde lo propio, quizá hasta lo local, y cuya asunción de lo propio le ha permitido ver otra España. Antes de caer en el exceso retórico, lo diré con un ejemplo: empiezan a existir los Aranguren de la política que, desde el otro lado del puente aéreo, habíamos reclamado para sentarnos a hablar. Antoni Puigverd, hombre de optimismo inteligente y entusiasmo infatigable, hace tiempo que asegura que hay un nuevo socialismo. Es decir, unos nuevos socialistas. Gente capaz de entender a Maragall y hasta de no despreciar a Pujol. Gente que, sin querer abrir el debate sobre España, tampoco acepta considerarlo cerrado por decreto. Esos nuevos interlocutores, con Rodríguez Zapatero a la cabeza -si Rodríguez Zapatero consigue estar a la cabeza de algo-, son el diálogo posible, la regeneración pendiente, quizá la España amable. Pero, a diferencia de Puigverd, creo que podemos afirmar que la semilla del diálogo no es patrimonio de los nuevos socialistas -donde también abunda la cerrazón-, sino también de algunos de los viejos y hasta de muchos que, engrosados en el PP, también ven lo autonómico. No se lleven a errores. Ni soy optimista ni creo que estemos ante el mejor momento para debatir sobre España. Por desgracia, la ocupación casi militar del concepto constitucional -mal digerido y peor vomitado- por parte del sector pétreo del PP avala perspectivas malas a corto término. En algunos asuntos, estamos en clara involución. Y la obsesión de ese nuevo jacobinismo mal entendido -ni las perversiones de los franceses saben imitar bien- que está erosionando la capacidad competitiva de Barcelona en detrimento de Madrid, no hacen sino corroborar lo ya sabido. Que Aznar también fue presidente autonómico, pero, a diferencia de la mayoría de los que han pasado por ese cargo, ni se impregnó de autonomismo, ni modificó su concepción unitarista. ¡Si hasta Fraga le da lecciones de autonomismo! ¡Uauuuu! Pero puesto que Aznar manda, y manda mucho, y hasta en mucho manda bien..., malos tiempos para la lírica de la pluralidad. Malos tiempos para la diversidad.

Sin embargo, a pesar de Aznar, España continúa con su alma machadiana y, frente a lo intolerante, puede que haga brotar lo dialogante. Ahí están los Bono, los Chávez, quizá hasta los Zaplana -a pesar de su pornográfica actuación en materia lingüística-, ahí está Rodríguez Ibarra. Y en la nueva textura, ahí están los Rodríguez Zapatero. Nadie puede considerarlos antiautonómicos, aunque pueden ser pasionalmente antinacionalistas. Es decir, ya no son jacobinos en el sentido perverso de lo francés, ni centralistas en el puro sentido franquista, y si son españoles, lo son desde una nueva gramática. Con ellos podemos entendernos. Quizá, con ellos debemos entendernos. No sólo para recoser el vacío de lenguaje que nació de la rotura vasca, no sólo para volver a poner política allí donde hubo infrapolítica, no sólo por necesidad de dibujar el espacio compartido donde compartir lo evidente. También y sobre todo porque tenemos una deuda con la historia: la de crear un paisaje donde mezclarnos sin perdernos. Autonomismo frente a nacionalismo, creíamos... Y no. Quizá uno y otro van a ir a la par para hacer frente al enemigo común: el unitarismo. Somos más aliados que enemigos. Esa la novedad que significa el discurso de Rodríguez Ibarra aun sin saberlo...

pilarrahola@hotmail.com

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