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Columna
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Los chicos talados

Las sierras eléctricas llegaron al alba y los árboles empezaron a caer, haciendo un ruido horrible, un ruido de huesos astillados que era la música de la muerte. Toda una fila de hermosos y altísimos chopos fue talada y las aceras se llenaron de ramas muertas y tocones funerarios que los vecinos de la calle mirábamos con aprensión.

Es tan fácil pasar de un bosque a un desierto y es tan difícil lo contrario, pensábamos algunos, mientras los operarios acababan con una profesionalidad algo hiriente su poda y nosotros sentíamos la angustia de quien sabe que le han quitado para siempre una parte de su vida. La vida, esa mezcla de química y estupor, como la llama el filósofo E. M. Cioran.

Si les preguntabas a los leñadores del Ayuntamiento por qué derribaban los árboles, te daban razones indiscutibles: algunos son demasiado altos y otros tienen la madera carcomida; son peligrosos y el viento puede derribarlos, podrían herir o matar a alguien. Si les preguntabas qué iba después de la destrucción, si pensaban replantar la calle con otros árboles, unos te decían que no sabían nada, que llamases al Ayuntamiento, y otros, más políticos, te tranquilizaban con una sonrisa de teniente alcalde: no se preocupe, la calle será replantada, quedará preciosa.

Pero uno se acordaba de uno de los mayores actos de cinismo que ha visto en su vida, el que protagonizó José María Álvarez del Manzano cuando, hace un tiempo, aseguró que su conciencia verde era tan grande que plantaría un árbol por cada niño que naciera en Madrid y que, a los pies de ese árbol, se iba a instalar una placa conmemorativa con el nombre del nuevo habitante de la ciudad. Cuando le oí decir eso, pensé: 'Niños y árboles. Qué idea tan hermosa'. Pero no, no era una idea, sólo era una mentira: la chapuza impresentable consistió en no plantar los árboles proclamados a los cuatro vientos, sino en ponerle un azulejo con el nombre de los niños a los que ya había. Un azulejo, por cierto, cuyas letras se borraron con las primeras lluvias. Ya ven hasta dónde puede llegar el cinismo electoral y cómo la ceniza de los hechos sucede tristemente al fuego de las promesas: los árboles nunca se plantaron y los nombres de los niños desaparecieron. Vaya éxito.

Con esos precedentes, los vecinos de mi calle miramos con desconfianza absoluta el hueco dejado por los hermosos chopos caídos. Desconfianza es una palabra que se refiere al futuro, es lo que sucede cuando alguien no espera nada bueno del porvenir. Porque la cuestión es ésa, no tanto que hayan quitado esos árboles como con qué piensan sustituirlos. Ésa es la cuestión, qué quitas y qué pones. Y eso es un mal político, el que quita algo y, en su lugar, no pone nada; el que sirve para talar pero no para sembrar.

Estos días, las autoridades luchan contra el fenómeno desagradable y hortera del botellón y han empezado a hacer leyes y a mandar policías a las plazas conflictivas de Madrid y del resto de España. Ojalá funcionen las medidas y ojalá, por una vez, se vaya al fondo del asunto y no se trate sólo de perseguir a las víctimas, 'los propios muchachos que se aburren, se emborrachan y pasan frío en la calle por falta de medios u opciones', como si de esa forma se solucionara el problema.

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El fondo del asunto está en las tiendas que les venden alcohol a menores y en las campañas publicitarias que hacen las marcas de ron, ginebra o cerveza. Pregunto: ¿va el Ayuntamiento a negarse a alquilar, por ejemplo, vallas o cualquier tipo de espacio público para que se anuncien en ellos bebidas alcohólicas y tabaco? ¿Van a dejar de patrocinar eventos deportivos o conciertos, dirigidos precisamente a los jóvenes, esas mismas marcas de alcohol o tabaco? Porque lo que no se puede es coger los millones de la cerveza y luego perseguir a quien la bebe.

Pero sobre todo, hay que preguntarse qué piensan poner el Gobierno y el Ayuntamiento en lugar de las litronas. Ésa es la cuestión: quitas algo y, en su lugar, pones otra cosa. Si no se llena el hueco, si no se ofrecen alternativas, ni se repueblan esas horas de ocio con mejores ofertas culturales o con buenos espectáculos, todo esto no habrá servido para nada. Voy a sentarme a esperar. De momento, esto es como lo de los chopos de mi calle. Ayer los han cortado y a ver con qué van a sustituirlos mañana.

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