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Tribuna
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¿Progresismo trasnochado?

Desde que Aznar y su vicaria en el ámbito educativo, la ministra Pilar del Castillo, proclamaron las líneas básicas de su proyecto de reforma educativa, el recuerdo de mis tías no me abandona. En mi infancia recibí su apoyo y su cariño, así como sus espléndidas lecciones. Habían sido maestras republicanas y en el casi heroico ejercicio de su dignísima profesión, recorrieron pueblos hasta entonces alejados de la cultura académica. Su misión pedagógica, y en ello la República había sido muy explícita, era muy concreta: elevar al nivel más alto que pudieran las ambiciones culturales de sus alumnos y convertirlos en ciudadanos nacionalizados en y para la democracia. Por lo que les oí contar el ambiente escolar rozaba el analfabetismo; en Valencia el bilingüismo o mejor, la diglosia, hacía estragos entre los niños que con dificultad conocían el castellano, los padres nunca habían acudido a un aula, el cura del pueblo desconfiaba del magisterio de los maestros nacionales, porque hasta entonces habían detentado la máxima autoridad cultural, y porque los signos externos del culto habían sido retirados de la escuela, así como convertida la Religión en una asignatura voluntaria. Pero todo ello no parecía que hubiese mermado su fe en la escuela como poderoso instrumento de ascenso social y como espacio público privilegiado para que aquellos buenos salvajes estableciesen nuevas lealtades con la joven República y los ideales que promulgaba: democracia, laicidad, libertad, fraternidad e igualdad.

A pesar de las mil anécdotas contadas sobre sus alumnas, siempre el tono empleado era tierno y comprensivo. Nunca las oí quejarse de que fueran incivilizadas, analfabetas, atrasadas y detestables y, menos aún, culparles de sus carencias. Al revés, cuanto más bajo era su nivel de partida, más celebrados eran sus éxitos, más meritorias sus redacciones, plagadas de faltas y de confusiones entre el valenciano y el castellano.

Indudablemente, cuando el mal sobrevino, fueron expedientadas y apartadas hasta el final de sus vidas de las tareas docentes. Una peculiar mezcla de republicanismo radical, institucionismo, freinetismo, y rousseaunismo, a la vez que los ideales de la Liga de educación política que creó Ortega, les proporcionó una fe en la escuela muy poderosa y una esperanza sin límites en que los hombres y las mujeres nacían y debían permanecer iguales ante la ley, es decir, disfrutar de las mismas oportunidades, y, que por ello, los que eran menos iguales que otros por el medio social y cultural que heredaban, debían ser atendidos de manera muy especial, pero no para que siguieran siendo pobres dóciles dispuestos a cualquier sacrificio, sino para que consiguieran reformar la sociedad con su esfuerzo.

Pero, ¿por qué traer aquí estas experiencias que sólo alcanzan los límites de mi propia biografía? Fundamentalmente por lo siguiente: el problema que se plantea hoy en España tiene poco que ver con una reválida más o menos, con repetir más de dos o tres veces; el problema de fondo está en resolver el siguiente enigma: ¿debe o no el Estado favorecer a los débiles?, según la expresión que la ministra utilizó para calificar a los malos estudiantes y, a una socióloga de largo recorrido como ella, no se le escapará que la única variable que incurre en la debilidad de los alumnos no sólo es que sean listos o tontos, porque en esto devienen por mor de, a su vez, varias y complejas determinaciones sociológicas, cuales son el medio social, económico, el nivel de estudios de los padres, las percepciones de los antecesores y de su entorno sobre sus expectativas, su propia percepción acerca de su capacidad de ser algo distinto que sus padres, el ejercicio de la responsabilidad que, a su vez, tiene que ver con la construcción de su personalidad...

Por lo tanto, si convenimos que no sólo Dios nos hace listos o tontos, o los genes, sino que los intervenientes somos todos, incluida la propia y maldita -si se me permite el desahogo- voluntad de los débiles en no ir más allá de querer estudiar peluquería y estética o similares, algo o alguien, quizá este Estado tan nacional y patriótico, debería proponer medidas para que todos y todas las españolitas de a pie, e incluso aquellos que acojamos de etnias y culturas diversas, puedan, por lo menos imaginar, otros horizontes y tener ambiciones; pensar que la escuela favorecerá sus deseos y, encontrar apoyo para no ser encasillados, a fin de que, si la chispa se produce y el debilitado decide responsabilizarse de sus estudios, pueda contar con el marco legal y los recursos indispensables para poder ir hacia adelante.

¿Pretender estos fines, postular esta causa es propio de un radicalismo extremado, rozar un utopismo igualitarista que nos conducirá al caos que ya sembraron los socialistas porque, ya se sabe que sólo perseguían el desfallecimiento de nuestra patria? Retorno al principio de mi historia. Hace ya muchos años en España hubo maestros, inspectores, autoridades académicas y administrativas, entre otros actores sociales, que apostaron por una reforma radical de la enseñanza, para sacarla del clericalismo, acientifismo y elitismo. Esos sectores, que llamaré sin complejos progresistas, sabían que democracia política y escuela debían caminar al unísono. Sin escuela no hay ciudadanía y sin ciudadanía no hay democracia. Y la ciudadanía no se segmenta, sino que quiere decir todos y todas, listos y tontos, fuertes y débiles, ricos y pobres, negros y blancos.

El problema sigue siendo, de fondo, el mismo, ¿alentamos la inclusión en el sistema educativo de sectores muy diversos del paradigma oficial, o nos quedamos con los nuestros, que son los de siempre? La respuesta me parece clara: se debe hacer una apuesta por conservar dentro del sistema educativo con la mayor dignidad a todos aquellos que el sistema democrático requiere. Cuantos más rechacemos, peor será para la democracia, para el presupuesto de justicia, para la seguridad ciudadana y para el hacinamiento en las cárceles. Conservarlos dentro no es un camino de rosas. Hay que esforzarse en imaginar fórmulas nuevas, cada vez más imaginativas y menos segregacionistas. Si las ideas gubernamentales actuales hubieran prosperado en EE UU el siglo pasado, ni los negros, ni las mujeres, hubieran sido integrados, puesto que eran dos amenazas de desorden y descenso del nivel académico.

No se puede separar a los jóvenes de 14 años con ánimo de segregarlos. Se les puede tratar con métodos diversos, puesto que parten y discurren por el aprendizaje con ritmos e intereses muy distintos. Póngase de una vez los medios para intentarlo por costosos que sean y apóyese al profesorado para que se enfrente al desafío de la escolarización obligatoria en condiciones dignas. Y si los recursos no son suficientes desvíense de las subvenciones a los centros privados los fondos necesarios para satisfacer la calidad de la enseñanza pública. Pero no volvamos a lo que ya sabemos que no conduce a ninguna parte: a los antiguos centros de FP o al fomento del abandono después de repeticiones de cursos que no servían para cambiar las actitudes. Y, sobre todo, no llamemos aumentar la calidad a lo que es pura aceptación de las diferencias y desigualdades -al parecer, naturales para el Gobierno actual- de los alumnos.

Dolores Sánchez Durá es profesora del Instituto Ramon Llull de Valencia.

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