Las macroprovincias y el nuevo centralismo
En una reciente sesión del Senado el miembro de Entesa Catalana de Progrés Carles Bonet interpeló al ministro de Administraciones Públicas, Jesús Posada, sobre la increíble tardanza del Gobierno para tramitar la parte que le corresponde de la Carta Municipal de Barcelona, aprobada hace más de cinco años por todas las fuerzas políticas catalanas, incluido el PP. La respuesta del ministro fue que el Gobierno no piensa aprobar dicha carta y que lo que se dispone a hacer es redactar una carta o ley de capitalidad sólo para Madrid y otra general para las demás ciudades significativas. O sea: gran ciudad sólo hay una y está en el centro. Las demás, ya se verá y, en todo caso, están dispersas.
No tengo nada contra Madrid, bien al contrario. Más bien creo que este desplante del Gobierno no le favorece porque en mi tierra catalana, como en tantas otras del país, esto se entiende como un insulto y como un tratamiento desigual, y una cosa es la rivalidad entre el Real Madrid y el FC Barcelona y otra las estructuras urbanas, las inversiones públicas y las comunicaciones. Y en esto, se juega o no se juega.
Ahora mismo todavía se están discutiendo con inquietud y malestar en diversas zonas del país las últimas andanadas del Gobierno de J. M. Aznar sobre las autonomías, después del rifirrafe sobre el traspaso de la sanidad. En Cataluña y en otras zonas éste no es un asunto especialmente conflictivo, porque la sanidad está transferida desde hace tiempo, pero lo que tanto preocupa no es la transferencia en sí misma, sino el método que ha utilizado el Gobierno para imponer su voluntad a las comunidades autónomas que no aceptaban el tono de chantaje y el sentido profundo de dicha imposición. El método ha sido increíble en una sociedad moderna: un 'lo toma o lo deja' barriobajero y una amenaza de portero chulo de discoteca. Algo así como 'si lo toma le daremos además tal y tal obsequio; sino lo toma se queda sin nada y no le haremos el más mínimo caso si viene luego a lagrimear'.
Todo esto es feo y degradante, pero el fondo del asunto es peor. De hecho, con el traspaso de la sanidad a las comunidades autónomas que todavía no la gestionaban, el Gobierno del PP da por finalizados los traspasos de competencias a las mismas y cierra su espacio político: hasta aquí han llegado y de aquí no salen. Las comunidades autónomas se convierten, por consiguiente, en una especie de macroprovincias, inodoras e incoloras, que no pueden ir más allá de su propio espacio ni participar en la gobernabilidad general del país. Fuera de sí mismas, toda acción política les está vetada y el órgano donde podrían y deberían participar en la acción política, el Senado, se sigue atribuyendo a las viejas provincias del pasado. Resulta, por consiguiente, que en vez de aportar lo nuevo se mantiene lo antiguo y el gran salto a la modernidad que se consiguió con la creación de las autonomías en la Constitución de 1978 se transforma en un regreso oscuro a dos tipos de provincias: grandes unas y pequeñas las otras, con el tremendo añadido de que en el Senado sólo pueden estar las últimas, las del siglo XIX.
Para más recochineo, estas macroprovincias tienen sus propios parlamentos y sus propios Gobiernos, pero ni los unos ni los otros pueden poner el pie en un Senado que está previsto, precisamente, para albergarles. La estructura doble de un Congreso y un Senado, en un país con 17 autonomías y otros tantos Gobiernos y parlamentos, sólo tiene sentido si tienen una representación ajustada a esta división: una Cámara -el Congreso- que representa directamente a los ciudadanos y ciudadanas y otra Cámara -el Senado- que representa a las autonomías para que éstas participen junto a las demás en la gobernabilidad general del país. Cierto que en la elaboración de la Constitución se cometió, al final, un gravísimo error, al atribuir sólo a las decimonónicas provincias el acceso principal al Senado, un error que no se ha conseguido reparar por los vaivenes de nuestra reciente democracia, pero una cosa es reconocer que no se ha podido reparar y otra decir, como dice el PP, que no hay que tocar nada y que la estructura actual del Congreso y del Senado es inamovible.
Así estamos. Pero el problema principal no es éste, sino lo que hay en el fondo político del asunto. El PP dice que no hay que tocar nada porque hoy por hoy controla las dos Cámaras y este control es importantísimo para su estrategia de absoluta centralización del país. Las comunidades autónomas existen como tales porque hay diversidades y nuestro sistema constitucional está pensado para poner en común dichas diversidades sin romperlas ni degradarlas. Lo que el PP y su presidente intentan es otra cosa.
Cuando hace unos meses J. M. Aznar decía aquello de: 'En el futuro de España no caben asimetrías ni diferencias singulares', estaba hablando de un país con una identidad nacional única y esto se llama nacionalismo, se quiera o no. Y cuando incluye en un solo y único espacio de combate a los nacionalistas autonómicos y a las fuerzas políticas de signo opuesto al suyo está buscando, lo diga o no, el fortalecimiento de un nuevo centralismo.
Nacionalismo y centralismo son dos conceptos políticos que se prestan a muchas ambigüedades, sobre todo en un país como el nuestro, que ha tenido que soportar durante cuarenta años el nacionalismo y el centralismo implacables de la dictadura de Franco y que después ha tenido que enfrentarse con otros tipos de nacionalismo violento, como el de ETA.
Pero hay otros nacionalismos insertos en la democracia y el problema es saber a dónde conducen, porque no es lo mismo un nacionalismo más o menos descentralizador que un nacionalismo centralista. ¿De qué estamos hablando, si no, cuando un poder político se identifica con el Estado, con el poder económico y el poder mediático y lo centraliza todo en nombre de una patria exclusiva y excluyente?
Así está el patio. Un nacionalismo puro y duro, el del PP, que se presenta como si no lo fuera, como dice el historiador J. Sisinio Pérez-Garzón. Una centralización cerrada y obtusa. Unas autonomías convertidas en macroprovincias. Un Senado convertido en Cámara de las provincias de antaño. Y una perspectiva europea inspirada en los saltos y los golpes en el pecho del viejo Tarzán.
Jordi Solé Tura es senador socialista de la Entesa Catalana de Progés.
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