Enseñanza de calidad
La ministra de Educación ha expuesto algunas de las líneas maestras de lo que será la futura Ley de Calidad de la Enseñanza, pero la falta de una discusión previa con los responsables autonómicos, que tienen transferidas las competencias, y con la comunidad educativa, que es la que tendrá que aplicarla, ha impedido madurar las medidas propuestas y evaluar mejor sus efectos contraproducentes.
Parece claro que la enseñanza secundaria es en estos momentos la clave del edificio educativo en nuestro país, el sector más influyente sobre el nivel cultural y profesional de la población, incluida la preparación con la que se llega a la Universidad, y sobre el que más problemas se han venido acumulando. Problemas que tienen que ver con la prolongación de la escolaridad obligatoria hasta los 16 años, la dejación de responsabilidades en la educación de los hijos, el aumento de los alumnos provenientes de familias de inmigrantes y la falta de estímulo y de consideración de los profesores, verdaderos paganos del proceso.
La LOGSE supuso un cambio radical en la organización de la enseñanza secundaria, pero su aplicación ha hecho surgir un cúmulo de dificultades que hay que resolver. Sin un diagnóstico que no se base en lugares comunes luego desmentidos por los estudios cuantitativos, la respuesta puede incluso ser contraproducente. De momento, en un asunto en el que todos reconocen el esfuerzo que hay que hacer, tanto económico como de estímulo a los profesores y organización de los centros, no es bueno empezar poniendo el acento en una medida como la reválida.
Las pruebas puntuales de la reválida no tienen relación directa con la calidad de la enseñanza, pero pueden influir en el esfuerzo de alumnos y profesores durante los cursos cubiertos por la misma. Por otra parte, algún tipo de supervisión pública externa a los centros parece necesaria, habida cuenta la fuerte presencia de un sector privado y la evidencia de que puede haber centros que sobrecalifiquen a sus alumnos para atraer clientes, en detrimento de los públicos o privados más rigurosos. Es práctica común en todos los países educativamente desarrollados. Pero, si esto es así, no se entiende la precipitada supresión de la prueba de selectividad, que cumplía ese papel, al tiempo que servía para redistribuir a los alumnos en los centros solicitados por ellos cuando había problemas de acceso. Ahora se plantea separar la reválida de las pruebas de acceso, en los casos en que éstas sigan existiendo, con lo que se duplican los exámenes para algunos y se hace más difícil su organización y la del último curso de bachillerato.
La otra innovación anunciada es la de los distintos itinerarios, que responden a la existencia de alumnos que en la última fase de la secundaria carecen de la motivación suficiente para seguir los cursos y perjudican su buena marcha. Pero fácilmente pueden plantearse en términos de puro rendimiento académico, más que en términos de motivación, y acabar sirviendo para discriminar tempranamente en términos de procedencia social. A este respecto es fácilmente comprensible el temor de muchos centros situados en zonas deprimidas a especializarse en los itinerarios menos prestigiosos y dejar éstos al exclusivo cuidado de otros situados en zonas más prósperas. Podría, así, por falta de reflexión y de diálogo, aprovecharse la existencia de un problema real para justificar una doble discriminación: entre la enseñanza pública y la privada, que, aunque financiada con recursos públicos en el caso de la concertada, está encontrando los medios para no sufrir las dificultades que se derivan de la nueva realidad social y que se vería muy poco 'contaminada' por los itinerarios menos deseados, y, por otra parte, entre centros según la extracción social del alumnado.
El que se promulgue una ley llamada de calidad no implica necesariamente que contribuya a aumentar, en los hechos, la calidad de la enseñanza. Y si no está suficientemente meditada y consensuada, no es descartable que contribuya justamente a lo contrario.
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