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Columna
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Consenso y reforma educativa

Resulta toda una paradoja que esta semana el presidente del Gobierno haya presentado con todo tipo de alabanzas el libro clásico de Rafael Altamira, Historia de la civilización española, y luego haya prometido una 'revolución tranquila del rigor y la eficacia' en la educación. A Altamira habría que haberle considerado globalmente. Fue un intelectual y un gran historiador de raigambre liberal, pero también un político ocasional dedicado a materias educativas. Durante el Gobierno de Canalejas tuvo la oferta de hacerse cargo de una gran responsabilidad en esta materia. En octubre de 1910, don Francisco Giner le escribió una carta que contenía recomendaciones tan obvias como sensatas. Una condición sine qua non para aceptar debía ser 'que se diese al nuevo cargo una organización técnica inamovible por cierto número de años'. La creación de la institución debería hacerse 'de común acuerdo (incluso en cuanto a la persona que la desempeñara) con los personajes de los tres partidos (liberal, conservador y republicano) para respetar la reforma', a continuación, por mucho tiempo. Cuando, en enero de 1911, se creó la Dirección General de Primera Enseñanza, que Altamira desempeñó, lo fue como 'centro técnico desligado de la política' para 'mantener la educación alejada de los vaivenes partidistas' y poder así 'realizar el ideal común presente y preparar con sosiego y madurez' los futuros. En 1913, haciendo balance, cuando ya había abandonado su puesto, Altamira escribió que no había mayor peligro para la educación española que el hecho de que cada grupo político 'tome su camino como el único, como la panacea'.

Desde la historia nos llega, pues, el mensaje de consenso en materia educativa, pero de momento no parece atendido, y lo peor del caso es que con ello se reincide en un error. En política, los campos que deben ser objeto de pacto resultan minoría, pero, si al terrorismo y a la justicia hubiera que sumarles un tercero, uno de los candidatos más firmes sería la educación. No se intentó en materia universitaria y el resultado fue el contenido de la LOU, muy discutible, que, de entrada, sin apenas haber empezado a ponerse en vigor, ya está provocando una situación muy lejana a cualquier deseable rigor y eficiencia. Hasta tres rectores se lo han narrado al autor de este artículo: medio paralizada la Universidad, debido a las elecciones impuestas por la nueva ley, no hay forma de contratar al profesorado temporal, y el ministerio sigue ofreciendo poquísimo resquicio al verdadero diálogo en la aplicación de la norma.

La educación primaria y secundaria ofrece muchísimos motivos para la crítica en España (bien lo sabemos los profesores universitarios), pero, precisamente por ello y porque funciona como una maquinaria delicada, su reforma tendría que enfocarse de otra manera. El primer paso debería haber sido un buen diagnóstico de la situación, y el segundo, una serie articulada de propuestas. No hemos tenido ni lo uno ni lo otro, sino un bombardeo de aspectos parciales en que no parece claro nada, abunda lo discutible (itinerarios, repetición de cursos), lo contradictorio con disposiciones anteriores (la reválida como alternativa a la selectividad) y lo abracadabrante (exámenes orales). Al mismo tiempo, faltan las nuevas inversiones y sobra el tono apocalíptico (en la descripción de la situación) y el descalificador (frente a las protestas). El panorama es exactamente el contrario al que Giner y Altamira hubieran deseado.

Todavía estamos a tiempo de rectificar. Hoy la impresión predominante ante la reforma no es de voluntad de retroceso a otros tiempos, como ha asegurado la izquierda, sino de improvisación, desorden y, en definitiva, frivolidad. Así lo han dicho los consejeros de las comunidades autónomas y aun sugerido algún presidente del PP. Aznar, situado ya por decisión propia en la historia más que en la política, debería darse cuenta de que nada le beneficia ante ambas (a él mismo ni a su sucesor) la persistencia en la confrontación en materia tan delicada.

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