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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

No hay exilio cósmico

Quine es probablemente el filósofo americano más importante tras la generación de Peirce, James y Dewey, y uno de los grandes del siglo XX. Este libro, el más conocido suyo, es también el que mejor representa su pensamiento, que se ha movido siempre entre cuestiones técnicas de la lógica formal y cuestiones de la teoría del conocimiento. Esta obra señaló un antes y un después en el desarrollo de la filosofía analítica; sus tesis generales dieron lugar a discusiones cuyo alcance sigue hasta hoy.

Quine se doctoró en 1932 con Alfred N. Whitehead. Hacía entonces 20 años que Whitehead y Russell habían publicado los Principia mathematica, 11 de la aparición del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein y cuatro de la de La construcción lógica del mundo de Carnap. Con conclusiones de todo su derrotero desde entonces, Quine publica Palabra y objeto en 1960, nueve años después de la muerte de Wittgenstein y siete tras la publicación de sus Investigaciones filosóficas. En el universo intelectual que evocan estas pinceladas sueltas, en el que habían creado en Estados Unidos mientras tanto los exiliados europeos del empirismo lógico, en el genuinamente americano del legado de Dewey y Peirce, en el ambiente de discusión de las universidades de Harvard y Princeton, con la generosidad de las fundaciones Ford y Rockefeller, en contacto y diálogo con autores como Austin, Church, Davidson, Goodman, Hempel, Jakobson, Putnam, etcétera, en conferencias en Berkeley, Columbia, Pensilvania, Oxford, Londres, se gestó entre 1953 y 1959 este libro, prototipo de un nuevo modo de hacer filosofía en la academia globalizada.

PALABRA Y OBJETO

Willard van Orman Quine Traducción de Manuel Sacristán Herder. Madrid, 2002 366 páginas. 17,92 euros

Aparte de la significación de

esta obra, y de la obra entera de Quine, en lógica y filosofía de la lógica, nadie que se dedique hoy a la ontología (o a la metafísica), como teoría de las últimas, más generales y más abstractas, categorías del pensar sobre lo real, y por tanto también a la epistemología, puede ignorar las aportaciones de Quine en este libro, en el que aparecen expresiones como 'escepticismo del significado', 'inescrutabilidad de la referencia', 'indeterminación de la traducción', etcétera, que pertenecen ya al corpus conceptual histórico de la filosofía.

'Ser es ser el valor de una variable'. Con sentencias como ésta, y con buenas dosis de logicismo, Quine nos enseñó para qué valdría la lógica formal y sus garabatos: para esclarecer la condición de lo real y de nuestro compromiso con ello. Por más que resulte extraño, el análisis sumamente abstracto que la lógica hace del mundo valdría para esclarecer qué es lo real en él, o sea: qué objetos podemos llamar reales y asumir como tales. El poderoso instrumento formal universal de la lógica moderna sería capaz de formular una teoría general de la naturaleza y un criterio general de existencia. Por su generalidad y desinterés la lógica aclara o estipula los últimos supuestos de la estructura formal del mundo, desde la que es posible abordarlo en cualquier caso y en cualquier sentido; desde ella, cualquier consideración concreta de mundo aparece como un caso más de abordaje, cuyo valor de verdad siempre viene relativizado por la inevitable singularidad de los supuestos de que parte.

Desde la lógica no hay una ontología más verdadera que otra, sólo hay ontologías rivales con diferentes discursos y presupuestos sobre lo real, comprometidas de diferentes modos con ello. La lógica puede intentar establecer una ontología de fondo o de trasfondo del juego global de aprehensión y conocimiento del mundo. Pero eso es todo. Desaparece así la búsqueda inveterada de una base segura del conocimiento en 'últimas fundamentaciones' filosóficas, en 'verdades eternas' necesarias, aprióricas y analíticas; metafísicas, en último término. 'No hay exilio cósmico', escribe Quine. No hay exilio lingüístico. La metafísica de lo real es ontología lógica formal y abstracta. La metafísica es ontología, y la ontología es lógica.

(Aunque Quine se ha mantenido

más bien en los aspectos analíticos, tanto él como Wittgenstein pusieron en la pista del potencial crítico de la lógica respecto de cualquier sistema dogmático de mundo. La universalidad y desinterés de la lógica formal muestran el relativismo de cada lógica concreta e interesada de las cosas, lo iluso de la emancipación universal por un credo o un sistema determinado; filosófico también. Muestra incluso su cercanía a la mística, como vacío último de significado de todo, ambas. La generalidad de la lógica desenmascara la relatividad de cualquiera de sus aplicaciones, y ésta, el vacío último del significado en esa generalidad suprema. La lógica engulle así a la filosofía. Pero Quine no se aventuró a decir tanto).

La filosofía no tiene acceso a entidades y a su conocimiento sino una vez que ya están verbalizadas (objeto y palabra, palabra y objeto). Su proceder consistirá sobre todo en convertir sistemáticamente cuestiones de hecho en cuestiones de palabras: lo que Quine llama 'ascenso semántico'. El lenguaje, como habilidad esencialmente social, permite transformar los estímulos sensoriales, relativos siempre a la subjetividad, en saber objetivo utilizable intersubjetivamente, por medio de mecanismos de designación e identificación, implícitos y entretejidos en él, que estructuran lo real desde el marco conformador de lo que llamamos ontología, que ha de hacerlos explícitos en una teoría general de la realidad a la que las ciencias contribuyan en igualdad de rango que la filosofía.

Lo que ha de caracterizar en particular a ésta es tratar las cuestiones a un nivel suficiente de generalidad, de amplitud de categorías y siempre con el objetivo de 'llevar la luz a los barrios bajos ontológicos', o de 'arrancar plantas atrofiadas', como dice Quine. Es decir, con el fin de esclarecer la aceptación acrítica del reino de lo real, explicando y precisando lo implícito y vago en la perspectiva desde los que no sólo la ciencia, sino también el sentido común y la propia filosofía, considera el mundo. Ésta ha de comenzar la terapéutica del análisis lógico por sí misma. Sólo en la lógica hay claridad (generalidad, desinterés) suficiente para reconocer lo real y el sentido último de las cosas.

El filósofo estadounidense Willard van Orman Quine (1908-2000).
El filósofo estadounidense Willard van Orman Quine (1908-2000).J. FERRERAS

Las cosas son el nombre que les damos

LAS COSAS no son los datos sensoriales del empirismo. Sólo son identificables y cognoscibles desde el lenguaje, 'a través del laberinto de la teoría intermedia' que éste incluye. Las cosas son el nombre que les damos desde las categorías que van imbricadas ya en el lenguaje en que tiene significado ese nombre. No hay conocimiento directo de las cosas que justifique ingenuamente la familiaridad de trato diario con ellas, su simple observación o experiencia. No podemos identificar sin más un portador firme de significado, un núcleo duro de significación, que fuera así traducible a lenguajes diferentes mediante palabras diferentes, en una especie de ideal atomista comunicativo. En general, las palabras y las frases no tienen significado y sentido sino en el interior de un lenguaje, es decir, de una teoría, de una ontología. Y sólo en ese interior una cosa puede considerarse real y reconocible como tal, en tanto significado de una palabra en una frase con sentido. (La semántica de la referencia, curiosamente, sólo es aplicable dentro del lenguaje). Hay, además, muchas ontologías, lenguajes, teorías, muchos modos de entender lo real, decíamos, y ninguno puede describirse y justificarse en sí mismo, sino sólo en sus relaciones con otro. Ahí interviene la lógica: desembarazando el lenguaje de giros idiomáticos, poniendo al desnudo por medio de paráfrasis formales o semiformales su estructura lógica, permite una traducción formal global casi inmediata, desde esas relaciones formalizadas. Sólo inmanentemente en el todo del conocimiento, que es el todo del lenguaje, generado así, puede comprometerse uno ontológicamente de verdad, es decir, estar seguro de la existencia de lo que nombra y en qué condiciones; porque sólo ese todo lógico determina un criterio universal de compromiso por el que la existencia de algo viene presupuesta por la verdad de una proposición lingüística, por el valor de una variable lógica.

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