El 'talento' de Sharon
Yo no estaba en Beirut cuando la masacre de Sabra y Chatila, en septiembre de 1982. Acababa de dejar la ciudad sitiada y no me enteré de la noticia anunciadora de la matanza hasta que llegué a París. 'Las milicias cristianas han entrado en los campos palestinos', así, sin más. Pero entendí lo que esa noticia quería decir. Tres meses antes, el Ejército israelí, comandado por Ariel Sharon, entonces ministro de Defensa, había desencadenado la guerra de Líbano y cercado Beirut con el objetivo de acabar de una vez por todas con la OLP y su jefe, Yasir Arafat. Pero las presiones internacionales, especialmente las europeas y francesas, habían ofrecido a éste una salida: todos los combatientes palestinos fueron obligados a evacuar, con armas y bagajes, la capital libanesa.
La salida frustró profundamente a Sharon, pero no podía hacer nada para impedirla. Se había desplegado una fuerza internacional (fundamentalmente norteamericana) para garantizar la seguridad de la operación y proteger a los civiles palestinos que se quedaban en los campos. Sin embargo, una vez que Arafat y sus hombres partieron, esa fuerza hizo también las maletas.
Días después de la doble salida, un atentado costó la vida a Béchir Gemayel, el jefe de las milicias cristianas que los israelíes habían logrado que fuera elegido futuro presidente de la República libanesa. Tras el asesinato de su jefe supremo, las milicias cristianas estaban como locas, y Sharon, decepcionado por haber perdido con Gemayel la posibilidad de instalar en Beirut un poder 'amigo'.
El Ejército israelí decidió entonces cercar la capital libanesa, y en especial el perímetro de los campos palestinos. Esos campos carecían de protección. Básicamente, en ellos no quedaban más que mujeres, niños y viejos. Permitir entrar a las milicias cristianas, ebrias de rabia, era dar luz verde a la carnicería.
Desde París, me di cuenta de lo que sienten los asesinos, esa exaltación al descubrir de repente que entre ellos y sus víctimas ya no hay ningún obstáculo. Pensé que no era posible. Que alguien intervendría. Que el Ejército israelí, responsable de facto de la ciudad y de los campos, se interpondría por temor a perder su reputación... Pero nada de eso se produjo. Según las fuentes, la masacre causó entre 800 y 2.000 muertos.
Me quedé petrificado al comprobar el talento tan particular de Sharon: su capacidad de neutralizar, una a una, todas las oposiciones susceptibles de estorbarle (incluida la de su primer ministro, Menajem Begin), a fin de crear una situación que le permita en un momento dado tener las manos libres y actuar a su modo.
Dos meses después de la matanza volví a Sabra y Chatila. Subí al techo del edificio ocupado por el Ejército israelí al borde de los campos. Desde ese techo vi lo que los soldados y oficiales de guardia habían visto con sus propios ojos: el paisaje panorámico de los campos, con sus calles y callejuelas, en las que durante treinta y seis horas los asesinos habían matado, destripado, violado... A mis pies, una serie de pilas de transistor, con etiquetas en hebreo, yacían abandonadas...
En esa época, Sharon sólo pensaba en calidad de militar. Había logrado 'técnicamente' hacer (o dejar hacer) lo que quería, sin darse cuenta del desastre político que con ello provocaba a su país. La masacre había causado un daño inmenso a la reputación del Ejército israelí.
Investigado por una comisión parlamentaria por su 'responsabilidad indirecta', el ministro de la Defensa se vio obligado a dimitir.
Veinte años más tarde, vuelve como primer ministro. Ha sonado la hora de su venganza. Desde su ascensión al poder juega a reconstruir el escenario del que salió ignominiosamente, es decir, las condiciones que le permitan acabar de una vez por todas con la OLP y con su jefe. En el interín se ha hecho mejor político. Hoy, su viejo adversario está cercado en Ramallah, pero no se escapará de nuevo. Sharon está decidido a terminar el trabajo interrumpido hace dos décadas. Y esta vez tiene el campo mucho más libre.
En primer lugar, en su país. La ceguera política de su predecesor, Yehoud Barak, que perdió las elecciones clamando que Arafat no quería la paz, hizo saltar en pedazos a la izquierda israelí. Fue, pues, un terremoto lo que llevó a Sharon al poder, y, un año más tarde, una aplastante mayoría de los israelíes continúa apoyando su política de mano dura,que algunos consideran aún demasiado blanda... Los israelíes comienzan a parecerse a los serbios, que se hundieron en el fascismo detrás de Milosevic sin siquiera darse cuenta.
En segundo lugar, en el mundo árabe. Tras los atentados del 11 de septiembre, el desplome de los precios del petróleo, la acusación a Arabia Saudí de financiar el terrorismo, la impotencia de los egipcios y de los jordanos... todo se ha juntado para que los árabes se hallen fuera de juego.
Y finalmente, en el plano internacional. Durante las semanas que siguieron al 11 de septiembre, el presidente Bush juzgó necesario cuidar a los árabes y musulmanes. Por ello puso tajantemente en su sitio a Sharon, que quería asimilar el 'terrorismo' de Arafat al de Bin Laden. Pero desde la caída del régimen de los talibanes, EE UU ha hecho suyas, más o menos abiertamente, las tesis del Gobierno israelí y ha dado tácitamente luz verde a la feroz campaña de represión que, bajo el pretexto de 'lucha antiterrorista', se está llevando a cabo contra los palestinos de Cisjordania y Gaza.
Europa, más sensible al drama palestino, se ha visto paralizada. Porque Sharon ha ganado la batalla de fusionar su visión del mundo con la de unos Estados Unidos traumatizados por los atentados del 11 de septiembre. Y cuando, por ejemplo, los franceses emiten tímidamente alguna crítica, basta con que los funcionarios israelíes les acusen de antisemitas para que se metan rápidamente en su concha.
Pero el que ha prestado mejor servicio a la estrategia de Sharon es... el propio Arafat. No hay un error que el jefe palestino no haya cometido. En el mortal juego entre represión israelí y atentados terroristas palestinos, Arafat ha jugado sistemáticamente en falso. Ha querido convencer al mundo de su voluntad de paz, y dejar a sus partidarios actuar sobre el terreno para que, a ojos de su pueblo, los extremistas palestinos no tengan el monopolio de 'la lucha contra la ocupación'. Ha intentado, pues, ser a la vez jefe de la paz (para el extranjero) y jefe de la resistencia armada (en el interior), y ha perdido en los dos tableros.
El asunto del Karine A, el barco cargado con 50 toneladas de armas destinadas a la Autoridad Palestina, le ha asestado un golpe fatal. Cuando se importan armas clandestinamente es mejor que no te pillen. Pero si lo hacen, si te pillan con las manos en la masa, la peor defensa es decir 'yo no he sido...'. Si Arafat hubiera declarado que estaba en guerra y que tenía que defenderse frente a un Ejército que le lanza cotidianamente varias toneladas de armas sobre la cabeza, el argumento, dado el contexto, no hubiera hecho muy buen efecto, pero al menos
habría sido menos devastador que la payasada a la que el viejo jefe palestino se ha entregado.
He aquí por qué Sharon tiene vía libre: entre él y su adversario ya no se interpone ningún obstáculo. Yasir Arafat está las veinticuatro horas del día bajo el punto de mira de los tiradores de élite israelíes que cercan su casa... y nadie puede hacer nada por él. Ni su propio pueblo, ni los árabes, ni el mundo musulmán, ni los europeos, ni Francia, ni las Naciones Unidas. Ha jugado mal, y está pagando por ello. En cierto modo, es normal. El único problema es que si Arafat cae -física o políticamente-, los palestinos caerán con él: la gente corriente, el pueblo, los don nadie, los refugiados... esos cuyo destino, a lo largo de un siglo, ha sido especialmente terrible.
Arafat sigue siendo su representante -quizá por desgracia, pero así es-. Nunca ha sido el hombre de los sirios, de los saudíes, de los egipcios o de los estadounidenses. Corrupto, despótico, incompetente..., pero nunca ha dejado de ser el hombre de los palestinos. Su caída puede provocar, tanto en el seno de su pueblo como frente al pueblo israelí, una guerra y un caos sin fin.
¿Por qué esta perspectiva apocalíptica? Por la especial naturaleza del conflicto israelo-palestino. A lo largo de la historia, otros pueblos se han visto vapuleados, lo que no les ha impedido vivir, a veces durante siglos, bajo dominación extranjera. Pero a los palestinos no se les ofrece siquiera una plaza estable de vencidos. Molestan, están de más, sería preferible que no estuvieran allí, pero no se puede expulsarlos. Y como la solución de la separación ha fracasado, será la guerra, mayor o menor, pero para siempre.
El talento de Sharon consiste en haber logrado colocar a Arafat en la posición de jaque mate. Pero, a diferencia de lo que pasa en el ajedrez, esta partida no terminará con la caída del rey. Todo lo contrario.
Sélim Nassib es escritor libanés.
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