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Columna
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Cronista de cerdos

Un profesor japonés me ha descubierto mi verdadera vocación. El científico se llama Akira Iritani y trabaja en la Universidad de Kinki. Bajo el sombrero de copa irónico, decía Ramón Gómez de la Serna que su verdadera profesión era la de cronista de circo. Así lo acreditaba en sus tarjetas de visita. De esa vocación nos dejó un libro, El circo, muchas anécdotas y esas piruetas literarias a las que llamó greguerías. Uno con sus limitaciones tiene, obviamente, aspiraciones más modestas y tal vez se conformaría con ser cronista de cerdos. Si un poeta puede ser perito en lunas y cualquier cretino cronista de la alta sociedad ¿por qué un periodista no ha de ser cronista de cerdos?

Cronista de cerdos, eso es. Metafóricamente el periódico entero está lleno de cronistas de cerdos: que si no, ya me explicarán quiénes protagonizan la mayor parte de las noticias empezando por la crónica de internacional, siguiendo por la de nacional hasta llegar a la de local. Ante la impunidad de algunos defensas centrales, ¿cómo diferenciar al cronista de cerdos del cronista deportivo? Y si hablamos del reportero de sucesos que en un solo día tiene que informar sobre un parricidio en Benidorm y otro en Gandia, no te quiero ni contar. Por no hablar de aquellos orondos cerdos, disfrazados con chaqué, puro y chistera, que antaño eran utilizados para caricaturizar a los plutócratas de la sección de economía.

No, no se trata de ser cronista de cerdos en sentido metafórico. Entiéndase bien, lo interesante es serlo en su acepción animal, nada de zarandajas literarias. Cronista de cerdos literal, fiel, preciso, exacto. Qué hermoso sería poder afirmar con seguridad: nada porcino me es ajeno, desde la peste a la revolución genómica, de la gastronomía al medio ambiente y el problema de los purines, de las nuevas terapias a los piensos compuestos, de los xenotransplantes a la santantonada, del comentario de texto sobre Los tres cerditos y el lobo feroz al análisis de la iconografía de El Bosco.

Y si ya el interés cerdícola nos llevó a dedicar la primera columna del año a la feroz competencia entre dos empresas norteamericanas por conseguir cerdos modificados genéticamente para transplantes de órganos a humanos, apenas un mes después son científicos japoneses los que reclaman nuestra atención. El grupo de investigadores que encabeza el profesor Akira Iritani ha logrado implantar un gen de espinaca en un cerdo para reducir la grasa. De esta forma los cerditos modificados en la Universidad de Kinki tienen un 20% menos de grasa que los del resto de la piara. Según recogía un despacho de la agencia France Press, el profesor Iritani declaró: 'Hemos confirmado por primera vez en el mundo que el gen de una planta puede encajar en un mamífero vivo y no en células de cultivo, (...) sé que los alimentos genéticamente modificados no son bien acogidos por el gran público, pero espero que se hagan pruebas para que la gente tenga ganas de comer este nuevo tipo de cerdo por razones de salud'.

Si además de tener vocación de cronista de cerdos, uno es también un buen tragón, se comprenderá que noticias de este tipo sean de las que le alegran la mañana. Si un cerdo ibérico puede transformar las bellotas de las dehesas extremeñas en un perfumado jamón de pata negra, bienvenido sea el gen de espinaca japonesa contra las grasas saturadas. Lo malo es que, aunque mi médico esté de acuerdo, no sé lo que opinará mi psicoanalista de cabecera de esta fijación con los cerdos.

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