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Columna
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El problema de la solución

¿Es irresoluble el conflicto palestino-israelí? Probablemente no, porque quizá es verdad que todos los problemas tienen solución. Pero el caso de Oriente Próximo es doblemente problemático porque, primero, sólo una de las partes, Israel, está autorizada -por EE UU y por su propia proeza militar- a buscar esa solución, lo que limita un tanto el horizonte; y, segundo, porque como efecto de lo anterior, Israel no busca la solución del problema, sino el problema que corresponde a la solución, que en cada momento quiera darle al enfrentamiento.

Veamos cómo funciona eso. Cuando ni remotamente Israel estaba dispuesta a discutir ni siquiera el reconocimiento de una autonomía en Cisjordania, no digamos la creación de una entidad política palestina, la doctrina predominante era la de que el Estado natural palestino era Jordania, y que con retirada israelí parcial o no de los territorios ocupados, lo que tocaba era una transferencia de poblaciones, más o menos voluntaria, a la monarquía vecina, para que allí se las apañaran con sus palestinos. Todo ello equivalía a negar que existiera el pueblo palestino. Después, el temor de que las guerrillas tomaran el poder en Amman -años 69 y 70- y de esta forma constituyeran una amenaza aún mayor para Israel, aniquiló esa cómoda ecuación.

Hubo un intento en los años ochenta de que los territorios ocupados, denominación que se había acuñado mundialmente para Cisjordania, Gaza, Jerusalén Este y el Golán, conquistados por Israel en 1967, se convirtieran simplemente en los territorios, tentativa que no cuajó por su obvio reduccionismo. La idea de fondo era la de que conformaban una tierra sin propietario absoluto indiscutible, de lo que se deducía su lógico reparto entre los pretendientes.

Ya bajo el actual Gobierno de Sharon, se le quiere dar otra vuelta de tuerca al asunto. La Administración israelí ha fletado recientemente el término territorios en disputa, para basar en ello su derecho a seguir colonizándolos, llenándolos de pobladores armados, porque, según este punto de vista, si los palestinos siguen teniendo hijos y por tanto ocupando territorio, los judíos han de tener idéntico derecho. La tergiversación del problema, al igual que en el caso anterior, atañe a las resoluciones 242 y 338 de la ONU, que dejan claro cuáles son el problema y su solución: el problema es la ocupación tras una conquista militar, y la solución, la finalización completa de la misma. Territorios en disputa, sin duda lo son, pero sólo porque una de las partes hace la ley sobre el terreno y, a diferencia de Sadam Husein que ha de cumplir a bombazos las resoluciones del Consejo de Seguridad, Israel actúa con una impunidad que EE UU bendice y la UE ignora.

El primer ministro anterior a Sharon, el laborista Ehud Barak, con la inmensa mayor parte de la opinión israelí apoyándole, redefinió a fin de los noventa el problema territorial logrando que la prensa internacional presentara muy mayoritariamente la evacuación de cerca del 90% de Cisjordania como una concesión, cuando lo que expresaba era el propósito de proceder a la anexión de cerca de un 10% de Palestina, de nuevo infringiendo mandatos de la ONU. Por último, para que no exista ni la más remota posibilidad de que se consolide ningún alto el fuego, Sharon proclama a diario que exige una semana, dos, tres, las que sean, de quietud absoluta en los frentes para acceder a reanudar las negociaciones de paz, y no deja pasar ni un minuto, sin proceder a una operación de asesinato selectivo que consiste en dar muerte a algún personaje de la Autoridad Palestina, probablemente implicado en el terrorismo contra Israel. Esa acción provoca el consiguiente zarpazo del terror que, aunque no por ello esté ni remotamente justificado, es exactamente lo que la Administración de Sharon quiere que ocurra para desencadenar su acción mil veces punitiva. La alteración del problema es aquí aún más brutal: los ceses del fuego sólo obligan a la parte palestina.

Y así es seguro que nunca habrá solución del problema, porque un problema es, como mínimo, cosa de dos.

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