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Terrorismo y terroristas

Con frecuencia, el presente se impone con tal intensidad, que parece no formar parte de la historia, como si fuera, simplemente, una realidad arbitraria e inexplicable.

Aunque pudiera pensarse que en esas circunstancias la evidencia de lo que está sucediendo hace imposible su manipulación o tergiversación, sucede exactamente lo contrario: la realidad admite interpretaciones más paradójicas cuanto más se aísla de su contexto.

Esto suele ocurrir con el terrorismo. Desde que Osama Bin Laden, por ejemplo, ha sido calificado como el terrorista más buscado del mundo, no sólo parecen importar poco o nada su pasado y la responsabilidad de quienes lo forjaron, sino que, además y al tiempo: 1) ha sido impunemente declarado objeto de persecución bajo recompensa hasta que sea entregado 'vivo o muerto'; 2) ha estado a punto de ser declarado personaje del año por una conocida revista norteamericana.

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Mientras tanto, desde el punto de vista del derecho penal, los atentados contra las Torres Gemelas han vuelto a poner sobre la mesa un buen número de preguntas sobre los conceptos de terrorismo y terrorista, que hace tiempo podríamos y tendríamos que haber respondido con firmeza.

Por ejemplo, en España deberíamos saber muy bien que una organización terrorista es algo más complejo que un conjunto de personas que mata, pone bombas y secuestra para conseguir sus objetivos políticos.

Para explicar esta aparentemente simple conclusión, merece la pena volver al caso de Osama Bin Laden. Suponiendo que éste no haya dado nunca un tiro en la nuca, ni puesto bomba alguna en una embajada de Estados Unidos, y dando por seguro que no secuestró avión alguno el 11 de septiembre, ¿por qué es, no obstante, un terrorista?

Si, como es lógico, se admite que quien dirige una organización terrorista es un terrorista, aunque no haya matado ni secuestrado o extorsionado personalmente a nadie en su vida, ¿son terroristas también todos los integrantes de esa organización, aunque tampoco hayan realizado personalmente ninguno de esos hechos?

Suponiendo, como sigue siendo razonable, que se afirme que todos lo son, aunque puedan admitirse distintos niveles de responsabilidad penal entre ellos, y dando por seguro que no existe un libro de asociados en esta clase de organizaciones, hay que preguntarse acto seguido: ¿quiénes son integrantes de una organización terrorista?

Pero como esta pregunta puede parecer muy genérica, es conveniente concretarla algo más: ¿la integran, por ejemplo, también quienes la financian asiduamente?

Si, de nuevo dentro de la lógica más elemental, la respuesta es afirmativa, la siguiente debe ser: ¿quiénes la financian? ¿Sólo quienes, por ejemplo, cobran el llamado impuesto revolucionario o también quienes organizan campañas para conseguir fondos con los que financiar sus actividades o ayudar a quienes se adiestran en el manejo de aviones para usarlos como misiles contra edificios abarrotados de personas o a quienes ya han dado el tiro en la nuca? ¿Forman también parte de su entramado financiero los contables de la organización, los que controlan sus inversiones y quienes se dedican a blanquear el dinero conseguido mediante el atraco o la extorsión o a negociar las operaciones de compraventa de armas para la organización en el mercado clandestino?

Sobre la base de que no debe caber duda que todos ellos forman parte del entramado de la organización, ¿por qué no se considera, entonces, que también están integrados en ella quienes cumplen funciones igualmente esenciales, pero en otros ambitos? Por ejemplo: ¿integran, también, la organización los que, siguiendo una estrategia común y persiguiendo los mismos fines, planifican y/o llevan a cabo las denominadas 'formas de lucha complementarias de la lucha armada'?

La planificación o realización no meramente ocasionales de funciones financieras o de actuación violenta pone de manifiesto que estas conductas y otras similares no significan una simple colaboración desde fuera de la organización, sino que, por el contrario, quienes las realizan son parte esencial de ella, es decir, de su funcionamiento.

Sigamos, pues, concretando la pregunta sobre quiénes son los integrantes de una organización terrorista. ¿Lo son, también, quienes le venden asiduamente las armas, municiones y explosivos, aunque desconozcan los atentados concretos en los que van a ser utilizados? ¿Los que cumplen la función no meramente ocasional de proporcionar información precisa sobre posibles víctimas? ¿Los que dan cursos de formación en el uso de armas o explosivos a los comandos? ¿Los que tienen por función captar y adoctrinar a las personas para que se integren en la organización?

Todas estas funciones son, asimismo, esenciales para el funcionamiento de la organización y suelen reconocerse -excepto la última- como algunas de las que realizan sus integrantes. ¿Por qué, entonces, algunos ofrecen cierta resistencia a considerar a estos últimos como parte de la organización? No debe olvidarse que este adoctrinamiento constituye todo un proceso que, como ha quedado demostrado tanto en España desde hace tiempo como en Estados Unidos con motivo de los atentados del 11 de septiembre, puede durar años, y comprende desde la captación y selección de los candidatos a su preparación para el cumplimiento de determinadas funciones en el entramado de la organización. No es razonable, en consecuencia, considerar ajenos a la organización a quienes realizan esta crucial función.

Las organizaciones terroristas menos recientes han conseguido formar un entramado económico, político y de adoctrinamiento que pretende aparecer como autónomo con respecto a la propia organización, aunque quienes lo integran sirven a sus fines y a los medios violentos y delictivos utilizados para conseguirlos. Así, han conseguido altas cotas de impunidad, pese a que de esta forma la organización como tal alcanza uno de sus objetivos operativos fundamentales, a saber, presentar sus acciones terroristas como actos de contenido político sin recibir una respuesta penal adecuada desde la legalidad.

Una organización terrorista clandestina compleja requiere personas que cumplan distintas funciones. Dada, precisamente, su clandestinidad, el común acuerdo entre ellas se produce, generalmente, a través de vínculos difusos y personas muy variadas que ocupan muy distintos puestos en la organización a la que sirven al modo de los eslabones de una cadena.

En consecuencia, quienes cumplen las funciones antes aludidas y otras muchas igualmente esenciales de manera coordinada y asidua son, sin duda, integrantes de la organización terrorista, es decir, terroristas.

Legalmente, todos ellos deben responder, entonces, por el delito de asociación ilícita terrorista o, en terminología del derecho de corte anglosajón, por el de conspi-ración para el terrorismo, aunque -excluida la de muerte- las penas correspondientes a los dirigentes puedan y deban ser más graves que las de los demás integrantes: se trata de una distribución consciente de funciones para la comisión de un delito de asociación ilícita terrorista.

Nuestro Código Penal no admite demasiadas interpretaciones al respecto: toda banda armada o grupo terrorista es una asociación ilícita y, en cuanto al grado de responsabilidad de los que a ella pertenecen, sólo diferencia entre la de los promotores y directores de la organización o de alguno de sus grupos, por un lado, la de los meros integrantes por otro, y, finalmente, la de quienes conspiran, proponen o provocan para cometer el delito de asociación ilícita terrorista.

En consecuencia, quienes deseen mantener que los que obedeciendo a un mismo plan delictivo se distribuyen las distintas funciones esenciales de una organización terrorista compleja no son, al menos, integrantes de la misma, tienen la carga de demostrarlo.

Una organización delictiva clandestina -sea terrorista o no- no es más que un entramado de personas que cumplen coordinadamente distintas funciones al servicio del mismo fin y de los medios delictivos para conseguirlo, y que está dotada de cierta permanencia y coherencia internas, además de jerarquía en determinados niveles. Quienes obedecen instrucciones de los dirigentes de la organización o de sus grupos a través de distintos eslabones, y las cumplen -sean de la naturaleza que sean-, o quienes reportan a sus dirigentes o hacen confluir sus flujos económicos, forman, sin duda, parte de ese entramado funcional que es la organización misma.

Pero, incluso quienes colaboran o favorecen ocasionalmente y desde fuera las actividades de la organización, realizan un delito relativo al terrorismo, aunque no formen parte de la organización, conforme a nuestro Código Penal.

Además de este primer significado, es decir, el que se refiere a los integrantes de una organización terrorista, el término terrorista alude también a los que son responsables del delito de terrorismo, es decir, de las muertes, lesiones, secuestros, extorsiones y demás delitos cometidos por los integrantes de estas organizaciones o por quienes actúan a su servicio o colaboran con ellas.

A esta segunda dimensión del terrorismo se refiere, también, la aparentemente simple pregunta con la que se inicia este artículo: ¿por qué es un terrorista, también en este sentido, quien no ha dado nunca un tiro en la nuca, ni secuestrado un avión y matado a miles de personas al estrellarlo contra un edificio, o puesto una bomba en una embajada o bajo un coche? ¿Son, en este sentido, terroristas Osama Bin Laden y todos los dirigentes de Al Qaeda o de cualquier organización similar, o lo son sólo aquellos que tienen que lavar su ropa para limpiar los restos de la sangre de sus víctimas?

Los dirigentes de organizaciones terroristas que, como las más conocidas, funcionan como auténticos aparatos organizados de poder, es decir, en las que los dirigentes o superiores jerárquicos saben que sus órdenes serán ejecutadas automáticamente por cualquier integrante de la organización, realizan también los delitos de terrorismo cometidos personalmente por otros. Los tribunales alemanes han tenido la oportunidad de dejar bien sentado en las sentencias recaídas contra los dirigentes de la antigua República Democrática Alemana por las muertes causadas por policías de fronteras a los ciudadanos que intentaban pasar a la otra parte de Alemania, que quienes dieron las órdenes genéricas de disparar a muerte contra los que intentaran pasar el muro de Berlín son tan responsables de los homicidios como quienes dispararon sus fusiles.

El derecho penal así lo reconoce desde hace tiempo a través de las figuras del autor mediato y del coautor, que son perfectamente aplicables a estos supuestos: el delito cometido por el que dispara en la nuca o pone la bomba se les atribuye como hecho propio también a quienes dirigen las organizaciones terroristas, es decir, a quienes integran el órgano del que proceden las órdenes delictivas que concretan y ejecutan automáticamente los subordinados.

Sin embargo, la responsabilidad penal por estos concretos delitos no puede extenderse a todos los integrantes de la organización terrorista por el mero hecho de serlo, sino sólo a sus dirigentes y a quienes ejecutan o participan en ellos, ya sea realizándolos directamente, conjuntamente o por medio de otro del que se sirven como instrumento, o bien favoreciendo su comisión como inductores, cómplices o cooperadores necesarios.

Ésta es la razonable forma que tiene nuestro derecho penal de limitar la responsabilidad penal de las personas a sus propios hechos y a aquellos cuya realización por otro han facilitado.

Las anteriores explicaciones son convenientes, porque en el actual debate sobre qué es terrorismo y quiénes son terroristas estamos asistiendo a una doble confusión, que conviene despejar.

Por un lado, se pretende mezclar ambos planos, es decir, el de la responsabilidad penal por el delito de asociación ilícita terrorista y el de la correspondiente a los concretos delitos cometidos más frecuentemente por sus integrantes. Esta confusión conduce a una pérdida de matices esenciales en materia de responsabilidad penal, en general, cuya capacidad expansiva es, por lo demás, evidente. Sin embargo, estos matices han ido imponiéndose en Europa Occidental de la mano del propio Estado de derecho. No merece la pena, desde el punto de vista de los principios, ni es necesario para perseguir adecuadamente estas conductas, sacrificar aspectos esenciales del Estado de derecho.

En el polo opuesto se observa, sin embargo, en ocasiones una especie de resistencia a usar los instrumentos legales que el Estado de derecho ha creado para combatir el terrorismo y a los terroristas, con argumentos, a veces, ajenos a la realidad.

Es imprescindible, por eso, reflexionar conjuntamente y en voz alta sobre lo que forma parte del complejo entramado real de algunas sofisticadas organizaciones terroristas actuales, que no dudan en utilizar perversamente los principios y las instituciones democráticas en su propio beneficio, provocando grietas, cuando no fracturas, entre quienes deben aplicarles con rigor el derecho penal.

El Estado de derecho al que alude nuestra Constitución exige que la aplicación de las normas que nos hemos dado para proteger a la sociedad frente al terrorismo sea contundente y sin fisuras, no sólo para sancionar estos gravísimos delitos, sino también para prevenirlos, tal y como corresponde al gran reto que significa esta clase de crimen organizado.

Sin embargo, si esto resulta imprescindible, tanto o más lo es no renunciar a conquistas irrenunciables del Estado de derecho en aras de una supuesta o cierta mayor eficacia a corto plazo en la persecución del terrorismo. Si así se hiciera, degradaríamos nuestra propia diferencia moral y ética, a la vez que ofreceríamos coartadas de legitimación a los terroristas, enturbiaríamos, una vez más, la historia y, a la postre, estaríamos sirviendo a la perpetuación del enfrentamiento.

Frente al terrorismo y desde la legalidad pueden ser necesarias nuevas medidas que faciliten, por ejemplo, su persecución internacional, pero, sobre todo, es imprescindible aplicar razonablemente el derecho vigente.

Baltasar Garzón Real es magistrado de la Audiencia Nacional y José Manuel Gómez-Benítez es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid.

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