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Marsillach, sin la Creu de Sant Jordi

Francesc de Carreras

Leo en los periódicos las esquelas mortuorias del pasado martes y compruebo que si bien el Ayuntamiento de Barcelona otorgó a Adolfo Marsillach la Medalla de Oro al Mérito Artístico, la Generalitat, en cambio, no le concedió la Creu de Sant Jordi. Dada la personalidad del recién fallecido esto último no es sorprendente. Por el contrario, y por desgracia, se trata de algo habitual en un país que desde el poder político autonómico ha sido sometido a un sectario proceso de normalización y de construcción nacional. ¡Felicidades póstumas, Adolfo Marsillach, por haber hecho los suficientes méritos para no estar en la lista de los premiados!

Siempre me han intrigado los criterios mediante los que se otorgan, año tras año, las Creus de Sant Jordi, la condecoración con la cual el Gobierno de la Generalitat pretende distinguir a ciudadanos e instituciones de raigambre catalana o que hayan tenido alguna relación con Cataluña. Que yo sepa nadie ha realizado una investigación de la lista de los hasta ahora premiados con el fin de averiguar estos criterios. Tampoco ello es de extrañar. En nuestro país, los historiadores, sociólogos y politólogos suelen ser renuentes a estudiar los comportamientos del poder para así poder mostrarlo tal cual es: sería tanto como indisponerse con él al descubrir su naturaleza real y los intereses que ampara. Sin embargo, hacer un análisis de las personas e instituciones que han merecido el honor de haber recibido la Creu de Sant Jordi para comprobar tanto las inclusiones como las exclusiones permitiría deducir los criterios mediante los cuales se han producido unas y otras.

La Creu de Sant Jordi es una condecoración que concede directamente el Gobierno de la Generalitat. También el Gobierno central concede condecoraciones de igual género, que adoptan nombres diversos, heredados en su mayoría de la época franquista o, quizá, de mucho antes. El paso de la dictadura a la democracia hubiera sido una buena ocasión para eliminar tal tipo de honores, a menos que la concesión fuera propuesta por un jurado de personalidades de reconocido prestigio y de composición plural -como sucede con los premios Ciutat de Barcelona, Cervantes o Príncipe de Asturias- que garantizara una mínima objetividad y a quienes pudiera atribuirse la responsabilidad del fallo. En otro caso, que los órganos políticos otorguen directamente, sin mediación alguna, este tipo de condecoraciones se presta a que el poder premie sobre todo a los suyos, a los amigos, busque apoyos en los que son cercanos, intercambie favores -ayudas económicas al partido del poder, por ejemplo- o intente neutralizar a algunos críticos, tentando su vanidad al incluirlos en la lista de galardonados. Críticos que, además, sirven de coartada a la parcialidad con la que son designados los restantes condecorados. En definitiva, se trata de reconocer quiénes son los nuestros y, cautamente, ir ampliando la clientela política.

La Creu de Sant Jordi, por otra parte, no es una condecoración mediante la cual se reconozcan especiales méritos por una actividad determinada -cultural, científica, laboral, deportiva...-, sino que premia algo tan difícil de medir como es la trayectoria de toda una vida al servicio de Cataluña. Es esta indeterminación la que permite una amplia discrecionalidad que, en muchos casos, no es otra cosa que pura arbitrariedad. Hace unos meses, ya surgió la pregunta de por qué no se había otorgado la Creu de Sant Jordi a Josep Vergés, el gran editor de Destino, con indiscutibles méritos por su dilatada trayectoria en el mundo cultural. Hoy nos preguntamos por qué no se ha concedido la Creu de Sant Jordi al barcelonés Adolfo Marsillach.

La respuesta la conocemos perfectamente. Los méritos de Marsillach en el mundo del teatro -y también, aunque en menor medida, en el del cine, la televisión, la literatura y el periodismo- son mucho más que indiscutibles. Nadie se atrevería a ponerlos en duda. Sin embargo, no se le concede la Creu de Sant Jordi porque esta condecoración está reservada a los nuestros, a los de probada catalanidad, y Marsillach, de forma clara, no era de ésos.

La semana pasada murió Camilo José Cela, a quien sí le fue concedida la condecoración de Sant Jordi, aunque tampoco podía ser considerado uno de los nuestros, pero se le podía perdonar porque no había nacido en Cataluña. Marsillach, en cambio, era catalán; es decir, había nacido y se había criado en Barcelona, había actuado miles de veces en nuestra ciudad, pero estaba excluido de aquello que, desde el poder que nos gobierna, se considera cultura catalana. Era lo que en tono coloquial se denomina un traidor. No se le podía distinguir, pues, con la que debe ser tenida por condecoración nacional porque no formaba parte de la nación -en el sentido culturalmente cerrado del pujolismo- y, por tanto, era un mal ejemplo que seguir, lo cual, además, no deja de ser cierto. Como todo gran artista, Marsillach no era de nadie. Era un hombre libre que dedicaba sus dotes artísticas a desvelar irónicamente las contradicciones e indignidades de la sociedad y la cultura de su tiempo, un crítico muy inteligente de la hipocresía burguesa y del fariseísmo de los poderosos. Basta sólo con recordar sus versiones del Tartufo y el Marat-Sade, puestas en escena en tiempos difíciles. Como constante disidente era, sin duda, un peligro para cualquier gobernante.

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Sin embargo, a pesar de todo ello, la Generalitat le habría concedido su preciado galardón si lo hubiera considerado uno de los suyos. Ser de derechas o de izquierdas, conservador, liberal, socialista o ácrata no son obstáculo para obtener la Creu de Sant Jordi siempre que haya algún motivo para sostener que el premiado está dentro del ámbito de la catalanidad, un ámbito definido y delimitado por un sanedrín de sacerdotes guardianes de las esencias, presidido por su cofrade mayor.

Marsillach, sin duda, no pertenecía a este mundo. Los honores no los recibía del poder establecido, sino de la sociedad, de los agradecidos ciudadanos, que lo recordarán siempre como un artista que les ayudó a ser más lúcidos, más inteligentes y moralmente más auténticos.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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