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Inmigrar para vivir en democracia

Desde mi experiencia en el Poniente almeriense he advertido que el inmigrante porta consigo dos handicaps cuando llega a esta tierra de agricultura intensiva. Primeramente, no viene de una cultura de trabajo, al menos no de la en exceso habitual entre sus patronos agricultores, también inmigrados en otra época a esta tierra desde La Alpujarra, sin nada más que su fuerza y su ánimo. Y, además, llega el inmigrante en un momento en que él, por mucho que trate de hacerse de esa cultura de trabajo, jamás logrará lo que logró el agricultor, hacerse con un lote de tierra. Y esta imposibilidad suya de salir para adelante como salió su patrón complica la relación entre ambos, porque al recién llegado se le exige ser uno más del campo, uno de los que trabajen como el patrón, pero sin poder estar nunca incentivado por la misma motivación que empujó al patrón. Motivación que le empujaba a trabajar aquí de sol a sol, a él con su consorte, a meterse luego en una enorme hipoteca y a seguir trabajando con toda su prole hasta muy recientemente. De manera que emerge una contradicción en el discurso del agricultor cuando habla de los inmigrantes como gente que no quiere trabajar 'como ellos han trabajado'. Esto ha incentivado un hechizo izquierdoso que está haciendo mucho daño en las relaciones sociales de la comarca, al poner al orden del día el absolutamente nocivo discurso del 'nuevo esclavismo' y de los 'agricultores esclavistas'. Nocivo no sólo porque es intencionalmente falso, fabricado para perjudicar al agricultor, sino porque logra que el inmigrante atento a ese mensaje se lo crea realmente, incentivándose en él mucha animosidad: muy mal resorte psicológico para su inserción laboral y su integración social en la zona. Sobre este discurso escorado del antisistema cobra fuerza la hipótesis, aparentemente de izquierdas, de que es el racismo de los agricultores lo que motiva o expresa ese supuesto comportamiento esclavista. Un auténtico error suponerlo así, puesto que los móviles y desarrollo de la explotación de mano de obra del agricultor son de la misma naturaleza que los de cualquier empresario de España. El discurso izquierdoso confunde, además, causa y efecto, sosteniendo a veces que el racismo es causa y otras expresión o resultado, en la misma tónica de ambigüedad explicativa de los universitarios que hablan del racismo del agricultor como funcionalmente necesario. No diré nada del enorme error de haber considerado que la identidad del agricultor de aquí se la proporciona el inmigrante, un 'otro' de quien, por oposición, extraería él sus valores y representaciones.

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El gran hechizo con el que viene desde África y del que, para integrarse un mínimo, debe desprenderse el inmigrante africano cuanto antes es el de El Dorado o creencia en que pisar suelo español y sobrevenirle la felicidad es algo cuasi automático. Es una representación imaginaria que le hace sufrir doblemente, primero, porque no se verifica y, luego, porque opta por hacer como que sigue siendo válida ante su gente de allá, fingiendo que aquí le va muy bien la vida. Con ello se crea en él un doble vínculo psicológico de rechazo y de aceptación de las difíciles condiciones de vida, así como de la gente española que encuentra: sus ideales no se cumplen y, en lugar de culpabilizar a su imaginario, lo hace a la sociedad de acogida. Y quien, venciendo por su parte este doble vínculo, se vuelve realista, a resultas del traumatismo puede convertirse en un ser bastante más dócil que responsable y menos autónomo de lo que debiera ser. De ahí el denodado esfuerzo institucional que se precisa a niveles locales y municipales para vehicular en el inmigrante una buena y muy personalizada información acerca de los hábitos de nuestra cultura, así como una generosa oferta para que se cumplan, un mínimo al menos, sus expectativas. Algo que se halla precisamente en las antípodas del cómodo discurso revolucionario que no le obliga a nada al siempre impecable promotor de reivindicaciones inasumibles.

El inmigrante viene generalmente a estas tierras desde una sociedad no democrática, donde ni las instituciones, familias y seres están vertebrados en torno a la igualdad entre personas ni sustentados en el respeto de la autonomía personal. Generalmente nos llegan hombres, mujeres y niños habituados a ser súbditos de jerarcas tribales o comunitarios, seres sometidos a otras personas mayores, de sexo masculino y de ámbito estrictamente religioso. De ahí que nuestras prácticas de dignidad personal deban constituirse con urgencia en el principal desactivador del horizonte de sometimiento en que el inmigrante concibe su propia existencia y hasta plantea su llegada misma a nuestro suelo. Una costumbre como lanzarse al mar a la buena ventura, romper sus papeles, desaparecer como alguien sin nombre ni apellido identificables no es, en efecto, ninguna disposición correcta de uno sobre sí mismo. Someterse a mafias de transporte y manipulación como el ganado que, una vez le abandonen a uno a su suerte, le habrán de buscar de nuevo para extorsionarle a él y su familia, sólo suele ser un corolario de redes de poder interfamiliar que jerarquizan con su poder a miles de personas de valores tradicionales no aptos para su convertibilidad ciudadana. Verse sometido al poder de su propia familia ampliada, que le financió el viaje de venida a España, pero exige sin titubeo alguno que el recién emigrado le envíe el coste del viaje más un peculio mensual fijo, a expensas de que sacrifique incluso el sustento mínimo y realice un excesivo y sostenido ahorro, es un chantaje indigno por parte de la jerarquía del clan y le coloca en una mala posición para exigir derecho alguno. Venir aquí a prostituirse y esperar que algún almeriense la rescate con amor y dinero de la red mafiosa de señores del hampa ucraniano, lituano, ruso o nigeriano no es una buena rampa de lanzamiento personal hacia la ciudadanía democrática. Ni tampoco quedar ensimismada a veces en el cierre doméstico que el marido, trabajador de invernadero, le ha preparado bajo el digno apelativo de reagrupamiento familiar. Es, además, una enorme contradicción supeditar las decisiones personales a los valores de la tradición expresados por el mulá, el marido o el patriarca familiar, pero, en cambio, no perder ocasión para llamar racista a cualquier español por el más fútil motivo, como puede ser no ofrecerle un cigarrillo

El racismo se da, por antonomasia, en una sociedad democrática y de derecho porque en una sociedad sin valores democráticos ni tolerancia y pluralismo no existe racismo ni tampoco antirracismo porque ambos son posiciones ideológicas que se construyen desde la perspectiva de la igualdad jurídica y política entre las personas consideradas ciudadanos. Racismo es la creencia en la desigualdad biológica como origen de las diferencias culturales para exigir una supeditación de unos individuos inferiores a otros superiores. Y entonces se fabrica la limpieza étnica o hasta el horno crematorio. Racismo es un discurso que emerge esencialmente en el seno de la ideología igualitaria para hacer aceptables prácticas previas de segregación y dominio mediante razones pseudocientíficas que falsean el imaginario de igualdad. Es bastante normal que en África exista al menos tanta xenofobia como aquí, pero allí hasta llega a ser una virtud en defensa de importantes valores tribales de identidad. Aquí, en cambio, la xenofobia es un vicio por expresar actitudes de exclusión de personas que son tus iguales; por eso la xenofobia ante el gitano es hoy de naturaleza absolutamente diferente de la que existió aquí en épocas predemocráticas. El desprecio del musulmán al europeo por ser impío e infiel es, de entrada, mera fobia religiosa y xenofobia cultural, sin comportar per se implicaciones racistas. El desprecio europeo actual al musulmán sí puede llevar a veces connotaciones racistas, pero no necesariamente. De manera que el racismo únicamente es algo condenable desde las posiciones democráticas e igualitarias, no desde las que defienden que hay súbditos y categorías de personas. El musulmán, por ejemplo, está bien situado para hacer una condena del racismo solamente si defiende una cultura laicizada y de valores democráticos.

Pues bien, el máximo baluarte democrático que debe ofrecer nuestra sociedad a todos los inmigrantes es la dignidad personal o el tratarse uno a sí mismo como ser autónomo y de valor absoluto, tanto como es el vecino; un baluarte para no ser explotados en el trabajo ni sometidos por nadie en las relaciones de la convivencia diaria. Cumplir la ley es un requisito mínimo para ello, pero, además, al no subvertir las normas de convivencia, usos y costumbres, el ciudadano inmigrante encuentra en la ley el espacio de libertad que precisa su autonomía: ahí puede ubicar su vida según su propio proyecto, económico, afectivo, religioso, ético o estético. Por eso la ley es aquí nítidamente diferente a la ley de la sociedad tradicional, porque aquí le garantiza al inmigrante el espacio de actos positivos de su propia construcción personal en libertad. A esta costumbre práctica, bastante sólida en nuestra sociedad, se le llama también cultura de los derechos humanos y constituye la base para negar la discriminación y, en consecuencia, para que no surja el racismo. Luchar, pues, contra el racismo no es un asunto eminentemente ideológico, sino de fomento de prácticas ciudadanas de autonomía personal y de lucha contra la marginación, el gueto y la explotación.

Así como la cebolla, siempre tendrá capas insospechadas nuestro etnocentrismo de mirar extasiados al ombligo de nuestros juicios y prejuicios sociales, pero el único modo de ir quitándole capas es incluir al otro, haciéndole sitio cada vez más adentro de nuestra propia cultura. Ésa que posibilita que cada cual decida en entera libertad en sus ámbitos privados. Es decir, se construya él con autonomía personal, como mujer o como hombre, pero también como joven o como niño, educados en ser iguales por la aceptación mutua como gente diferente que tiene el mismo comportamiento cívico público.

Mikel Azurmendi, profesor y escritor, es presidente del Foro de la Inmigración.

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