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Reportaje:

Mito o manjar

En fresco, su cotización llega a cuadruplicar el precio del mejor jamón ibérico de bellota o a multiplicar por diez el de la merluza de anzuelo o el mejor foie. Con el precio de un kilo de angulas puede comprarse también una caja de vino de los llamados de alta expresión.

En los días previos a la fiesta del santo patrón donostiarra, que hoy se celebra, y la emblemática cena de su víspera, ya había surgido la inevitable pregunta: ¿a cuánto se pondrán las angulas?

Para unos plato inexcusable de la fiesta, para otros sobrevaloradas en exceso, las angulas nunca han podido escapar de la polémica, a caballo entre el mito, el rito y la sutileza culinaria. Exaltadas o ninguneadas, no se puede obviar una pregunta recurrente que no parece tener solución: ¿es la angula un producto de tanto valor gastronómico como los grandes manjares de la humanidad? Parece ser que no. ¿Dónde radican, por tanto, sus virtudes gastronómicas? Esta respuesta es más sencilla: en su textura. Y, sobre todo, en esa sensación mórbida de notar entre los dientes esos cuerpecillos resbaladizos. Es como una turbulenta y carísima cita, como un amorío desenfrenado. Tal vez por ello, las angulas hay que tomarlas solas, en toda su provocativa desnudez, con los mínimos aderezos posibles. Y mejor en ensalada, sin la sobrecocción que implica freírlas en cazuela con el aceitorro, el ajo y la guindilla, que es a lo único que en definitiva saben las angulas así oficiadas. Requieren de una relación directa, sin mezcolanzas que desvirtúen su excitante choque con el paladar.

Si a ello se le suma la sombra de la escasez y sus elevados precios, el enigma de ser tan codiciadas se complica aún más. Sea como sea, el caso es que la dependencia cultural del ritual de la angula es tan arrolladora que muchas veces a algunos mitómanos no les importa ni siquiera la calidad de la misma e incluso, como ilusión óptica y gustativa, pueden valer las angulas de palo para consagrar el rito laico del festín tamborrero.

En todo caso, esto de los mitomanos de la angula viene de lejos. El escritor vizcaíno José de Orueta señala en su obra Memorias de un bilbaino, 1870 a 1900 que la cocinera de una fonda de la calle San Francisco fue la inventora de las angulas de pega, precursoras de los actuales sucedáneos: 'Visenta [sic] era una famosa cocinera que incluso en verano preparaba angulas, pero artificiales. Éstas eran de una masa hecha con merluza cocida y pasada por un colador de agujeros anchos: salían por allí largas y retorcidas, pero Visenta las cortaba, les tiraba aceite, ajo y pimiento choricero y antes de sacarlas a la mesa, con pluma y tintero, les ponía los ojos y no había quien conociera cuales eran las verdaderas'. Sea cierta o una broma esta anécdota induce a pensar que cualquier tiempo pasado... fue similar al actual en lo que se refiere a mitos, ritos, usos y abusos culinarios.

Quien firma, aunque pueda sonar a herejía entre los ecos de tambores y barriles, prefiere por motivos gustativos y ecológicos a la madre de la angula, la anguila que goza entre nosotros de mala prensa, todo ello sin despreciar a su alevín.

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