De copas por el callejero
Recorrido por las zonas de Sevilla donde se concentran los jóvenes para realizar el 'botellón'
Noche del viernes. Primera función del fin de semana. Alrededor de 85.000 jóvenes con edades comprendidas entre los 15 y 29 años se echan a las calles de Sevilla para cumplir con el ritual de la salida nocturna. Una cifra que, según datos de un estudio sobre la movida juvenil, ronda las 200.000 almas cada fin de semana. Nada extraño en una ciudad universitaria con más de 70.000 estudiantes. Y, precisamente, son los universitarios, o los jóvenes en edad de serlo, los que más apego le tienen al polémico botellón, manifestación lúdica y noctámbula que trae de cabeza a las autoridades municipales de todas las capitales andaluzas, incapaces de encontrar la fórmula que consiga atajar los efectos colaterales de esta forma de divertirse que, lejos de pasar de moda, cada noche gana más adeptos. Y, por supuesto, detractores.
'Si me dice la policía que aquí no puedo estar, pues me voy a otro sitio y ya está'
La razón es simple, como explica Sergio, defensor del botellón y asiduo de la marcha de la Alameda de Hércules. 'Hago botellón porque además de barato me gusta, ya que me permite estar al aire libre, sin los agobios de los bares, y hablar tranquilo con mis amigos', explica este joven empresario de 27 años mientras rellena las copas con el ron Cacique adquirido apenas una hora antes en una de las numerosas tiendas que, en horario nocturno, cambian los ultramarinos o los churros por la venta de lotes.
Estos establecimientos, denominados de conveniencia, proliferan por las calles del centro de Sevilla y, a partir de las 23.30 horas, registran una procesión continua de acólitos del botellón en busca de su lote. Por el módico precio de 9,92 euros (unas 1.650 pesetas), el cliente se hace con una bolsa de plástico que contiene una botella de whisky de marca blanca, una botella de refresco, un paquete de vasos y la imprescindible bolsa de hielo. Un lote. Por menos de 10 euros, 12 copas de whisky pueden salir de esa botella, algo que en cualquier bar no bajaría de los 50 euros, a no ser que se conozca al camarero y se negocie a la baja el precio de la botella.
'Es mucho más barato y además sabes lo que estás bebiendo', razona Marta Ruiz, estudiante jerezana que junto a sus cuatro amigas acaba de adquirir el primer lote de la noche en un establecimiento de la calle Puente y Pellón -'Lo mismo cae otro luego en San Pedro', explica entre risas- del que piensan dar buena cuenta en la cercana Plaza del Salvador, uno de los focos donde se concentran los botellones una vez que las cervecerías de los soportales echan el cierre, a eso de la medianoche.
En esta plaza, quizá por ser parte del itinerario turístico de la ciudad, se pueden encontrar a grupos de guiris, la mayoría estudiantes de intercambio, que siguen a rajatabla ese viejo dicho que reza: 'Donde fueres, haz lo que vieres'.
La misma escena, pero mucho más concurrida, se repite en la calle Cuesta del Rosario, en medio del itinerario que conduce a la Plaza de la Alfalfa, cuyos alrededores constituyen uno de los lugares predilectos de los asiduos a la movida. A la luz de los escaparates, en plena calzada o en plan caravana del Oeste, con los coches agrupados para crear un espacio acotado y oír música, cientos de jóvenes escogen esta zona para montar su particular fiesta al aire libre. Es casi la una de la madrugada y en muchos de los balcones y ventanas de las casas que dan a esta calle se ven luces encendidas. 'No creo que molestemos a los vecinos porque a eso de las dos ya queda menos gente', dice Ricardo, quien no ha dudado en hacerse un hueco en esa especie de Tetris de vehículos que cada viernes y sábado se monta en esta calle para armar su fiesta.
Aún es temprano para que se dé esa imagen que describe Ricardo, pero en el suelo y por las paredes ya se divisan los efectos que, junto al ruido, más molestan a los sufridores del botellón. 'No creo que la cosa esté en perseguirnos, porque si a mí me dice la policía que aquí no puedo estar pues me voy a otro lado y ya está', tercia con una lógica aplastante José, el más joven de la pandilla de Ricardo y un firme defensor del botellón como válvula de escape al tedio académico de la semana.
'Aquí, sin moverte, ves a unos y a otros y puedes hablar sin tener que gritar como en los bares', sentencia sobre las bondades del botellón. Una apreciación que seguro no comparte el vecino que, asomado en su balcón, contempla resignado una escena que se repite cada siete días desde hace ya varios años a los pies de su domicilio.
Sigue la ruta. Plaza de Jesús de la Pasión (o más popularmente del Pan). Otro de los sitios elegidos. No se oye el estrépito de la música, pero el runrún de la masa se hace notar muchos metros antes de llegar. '¿Que si molestamos?, pues supongo que sí. ¿Medidas? No he escuchado nada, pero sé que el Ayuntamiento quiere cortar esto y va a poner más controles de policía. ¿Alternativas? No creo que funcione eso que decían de los polideportivos, porque aquí venimos a lo que venimos, a beber y a pasárnoslo bien con los amigos antes de irnos de bares', comenta Rocío, otra militante del botellón.
Pasan de las dos de la mañana y el botellón entra en su última fase, la de los incombustibles, quizá la más molesta, si caben distinciones, ya que el grado de alboroto está intrínsecamente ligado al nivel de ingesta de alcohol y otras sustancias. Gran parte de los acólitos de esta forma de diversión ya han buscado refugio en sus bares preferidos, donde caerán otras tantas copas al doble de precio que las provenientes del lote y se entonarán para, si se tercia, acabar la noche del viernes en alguno de los templos de moda.
Más de cuatro horas después, la relativa calma que vuelve a la calle permitirá a los sufridores vecinos de la zona templar por fin los nervios en la cama. Hasta que llegue la medianoche del sábado.
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