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Columna
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Recuerdos

¿Qué compraste tú por primera vez con euros?, le pregunta la niña, interesada por los comentarios familiares sobre la nueva moneda. A la niña le gusta jugar a las tiendas, pone sobre la mesa un vistoso surtido de alimentos, coloca la caja registradora y llama al abuelo para venderle una manzana de plástico o unas cerezas de madera. Pero dentro de poco tendrá que olvidarse de los pequeños euros con los que cobra, da las vueltas y lleva su contabilidad escrupulosa, porque el cambio de moneda afectará también a su comercio imaginario. La niña oye con atención las recomendaciones y los avisos sobre la llegada de una nueva moneda mundial, se queda clavada ante el televisor cada vez que alguien habla de la divisa única, hace sus cálculos en secreto, intenta adaptarse como la frutera del mercado o como el farmacéutico de la esquina, pero está preocupada. No sabe si podrá arreglarse con tantos céntimos, cuando las latas de conserva valgan 2,8 y la barra de pan 0,66. Con euros todo es más redondo, más sencillo; casi parece que los huevos salen de la gallina con el precio exacto impreso en su cáscara. La niña recuerda que ha oído contar a su abuelo historias de otra moneda muy antigua y de las cosas que ocurrieron cuando empezó a utilizarse el euro. Mientras prepara el cartucho con las cerezas y la manzana, le pregunta. ¿Qué compraste tú por primera vez con euros?

El hombre se ríe, agita la mano en la que sostiene el monedero y lanza una queja falsa. A ver si se acuerda, porque hace tanto, tanto tiempo... Está engañándola, jugando con ella, porque se acuerda perfectamente. Incluso puede reconstruir la historia con una fidelidad excesiva, detalles sobre la hora, el día, el nombre de la tienda, el rumor de la calle, el estado de ánimo con el que cumplió, bajo la vigilancia de un sol optimista de invierno, el ritual que él mismo se había preparado. La vida pasa y nunca se va del todo, porque los almanaques se llevan las cosas y los acontecimientos, pero no pueden arrastrar con su agua imparable nuestras ficciones, la sombra que nos une a los acontecimientos y a las cosas. El hombre había convertido muchas veces su vida en una novela para imaginar un final, para atarse a una argumentación, para convencerse de que las cosas y los acontecimientos tienen un sentido, porque los días se hacen en vez de deshacerse, y se corrigen hasta componer un año, un siglo, una historia. El borrador de su primera compra en euros fue un silencioso acto de complicidad con sus propias ilusiones. Con mucha antelación, porque no eran novedades fáciles de conseguir, había encargado a su librero que le pidiese un famoso ensayo de Kant, Hacia la paz perpetua, y un estudio de Jean Starobinski titulado 1789. Los emblemas de la razón. La mañana del 3 de enero, jueves, fue a la Librería Atlántida de la calle Gran Vía, recogió su pedido y volvió a casa para colocar los nuevos ejemplares junto a las ediciones antiguas que tenía subrayadas. Había jugado a comprar aquellos libros con una moneda que significaba para él mucho más que una moneda. No estaba pagando con dólares.

Abuelo, ¿es que estás tonto?, recoge tu cartucho y dime qué compraste por primera vez con euros. Cerezas y manzanas, hija; cerezas y manzanas europeas.

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