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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Brillante alma mecánica

Steven Soderbergh, tras dejar atrás el prurito de autoría que le invadió como un sarampión hace cosa de una década, después de ganar prematuramente la Palma de Oro en Cannes con Sexo, mentiras y cintas de vídeo, ha ido calmando sus prisas por resolver los atolladeros del mundo y, a cambio, ha aprendido a filmar con pasmosa precisión trepidantes y a veces enrevesadas historias ajenas, que él mismo fotografía con rara maestría, y a las que da un refinado toque de estilo y un brillantísimo baño de transparencia.

Se ha quedado pegado a la retina, el esplendor de su trabajo de dirección en Traffic que, pese a la caída final de este gran filme en un pequeño y necio paño caliente, es uno de los despliegues de solvencia en el oficio de la realización cinematográfica más rotundos que ha dado el cine reciente de Estados Unidos. Soderbergh hizo allí prodigios de álgebra narrativa dignos de los más ingeniosos artesanos del clasicismo de Hollywood. Y lo que allí logró tiene aroma de conquista del cine moderno, de cuya sombra se deduce que quien ha hecho eso es un espíritu alquimista capaz de convertir el barro en oro y de dar sello de maestría a cualquier llamada a la rutina.

OCEAN'S ELEVEN

Dirección: Steven Soderbergh. Guión: Ted Griffin. Intérpretes: George Clooney, Matt Damon, Andy García, Brad Pitt, Julia Roberts, Angie Dickinson, Elliot Gould, Casey Affleck, Scott Caan, Carl Reiner. Género: thriller, Estados Unidos, 2001. Duración: 117 minutos

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"Estoy en mi mejor momento"

Y es precisamente esto lo que ocurre en Ocean's eleven, donde Soderbergh recupera, con trazo enérgico, un asunto tan liviano como el que esconden los escombros del lejano filme La cuadrilla de los once, que popularizó en 1960 el gang de colegas de Frank Sinatra conocido como Rat Packs. El buenísimo guionista Ted Griffin pone en bandeja a Soderbergh una pera en dulce que éste convierte en un despliegue de preciosa mecánica cinematográfica. El resultado es una película desalmada en sentido literal, un filme sin alma, una fría ecuación visual que va al grano -cada toma es una cosa; cada plano, un hecho; cada escena, un suceso; cada secuencia, un filme dentro del filme- con pasmosa y despiadada exactitud, además de con una funcionalidad sin fisuras, que se percibe en el encaje milimétrico, sin la menor holgura entre pieza y pieza, del aparatoso puzzle argumental, un juego, o una jugarreta, de intriga y de acción que no tiene rellanos ni desperdicios, y que se respira de una vez, de un trago.

Mediante una escalada de relevos de personajes que mueven sus almas mecánicas alrededor de un eje argumental en el que se sabe con precisión qué van a hacer, desvalijar un casino de Las Vegas, pero no se tiene ni idea de cómo demonios van a hacerlo, Soderbergh deja que se devane el intrincado y divertidísimo desfile en contrapunto de una decena de jetas guapas y cínicas, fijadas como máscaras en gestos de una sola pieza, o una sola mueca, y que tiran con ironía de los varios hilos de la enredada madeja de los acontecimientos. Son gente frenética atrapada por un alarde de montaje de alta precisión analítica, que teje y enlaza un complicado, pero transparente, tejido de acciones paralelas que saltan sobre gozosas detenciones en guindas cinéfilas de la enjundia de El golpe, Rififí y el primer gran mecano de Misión: imposible. Y se recupera el limpio gozo de jugar al cine y volar sobre los lomos de la oscura quietud de una butaca.

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