Entre Escila y Caribdis
A lo largo de los últimos días, el horizonte de futuro de Convergència i Unió se ha visto ensombrecido por dos amenazas de naturaleza distinta, pero de efectos potencialmente deletéreos para el porvenir político de la flamante federación de partidos. Uno de esos peligros, de origen interno, producto tal vez del exceso de celo de la joven guardia convergente, ha sido la idea descabellada de promover la renuncia anticipada de Jordi Pujol a la presidencia de la Generalitat e investir del cargo a Artur Mas dentro de la actual legislatura, al objeto de reforzar su imagen y sus posibilidades ante las elecciones catalanas previstas para otoño de 2003.
¿Por qué me parece descabellada semejante hipótesis? En primer lugar, por respeto al compromiso que CiU y su líder contrajeron con los electores en octubre de 1999. Sí, ya sé que últimamente la obligación de completar los mandatos está, sobre todo en el ámbito municipal, muy devaluada y sujeta a las conveniencias tácticas de partido; aun así, creo que la primera magistratura democrática de Cataluña conlleva unas exigencias de exclusividad y de dedicación íntegra muy superiores a las de cualquier alcaldía, por importante que ésta sea. Por otra parte, sería incomprensible que Jordi Pujol emborronase voluntariamente su hoja de servicios al país -polémica, claro, pero sin parangón en el último siglo- con una dimisión subrepticia, saliendo de la Generalitat por la puerta falsa en dudoso beneficio de su delfín. Dudosísimo, en efecto, ya que un relevo presidencial en tales condiciones no sólo permitiría tildar a Artur Mas de ventajista, según él mismo ha reconocido ya; mucho peor: marcaría su imagen presidencial con el estigma primigenio de cautivo del PP. La dependencia aritmética de los votos del Partido Popular, que en la larga trayectoria de Pujol ha sido una incómoda servidumbre de sus años finales, supondría para un Mas debutante, investido sin pasar por las urnas, un pecado original irredimible.
Al fin, parece haberse impuesto la cordura, y la idea del relevo anticipado ha sido desechada verbalmente. Pero, apenas alejados de Escila, los navegantes de CiU han ido a caer en Caribdis, en los procelosos remolinos de la oferta gubernamental de Aznar. Que la invitación emanada de La Moncloa supone para sus destinatarios un grave peligro, lo prueban las metáforas que agudos y dispares analistas han usado para describirla: 'Una OPA en toda regla', 'el abrazo del oso', 'la telaraña'... Se trata, efectivamente, de un intento de laminación política del espacio nacionalista hasta ahora mayoritario en Cataluña, un intento burdo por lo evidente, aunque hábil por el momento y por la forma de hacerlo público. Para calibrar su alcance, nada mejor que un análisis atento de la extensa, narcisista y autocomplaciente entrevista que José María Aznar concedió el pasado domingo a un rotativo barcelonés.
Para empezar, lo que el jefe del Ejecutivo español plantea en el texto citado no es en modo alguno una coalición de gobierno de tipo convencional, ya que éstas sólo se constituyen en situaciones de mayoría relativa o de crisis general, y el propio Aznar subraya sin rubor alguno que habla 'desde la mayoría absoluta' y que, además, se halla 'en el mejor momento' de su vida política. Lo que propone a Convergència i Unió, por tanto, no es la elaboración conjunta de un programa, sino la adhesión a una política ya definida y en buena parte ejecutada, no en vano rondamos el ecuador de la legislatura; no se trata de planear con los convergentes un viaje en común, sino de empujarles como a paquetes hacia un tren en marcha cuya ruta está fijada de antemano.
Han sido muy comentadas, entre los glosadores de la magnanimidad aznarista, las frases presidenciales del tipo 'no se trata de pedirle a nadie que deje de ser lo que es', o 'nunca le voy a pedir a nadie que deje de pensar lo que quiera pensar...'. Suenan bien, sí, pero es preciso leer también la letra pequeña: 'Yo nunca le voy a pedir a Jordi Pujol que deje de ser nacionalista, no, simplemente deseo que la orientación que pueda dar a las cosas políticas vaya en el sentido que yo creo que es lógico y favorable'. O sea, Pujol y CiU pueden seguir siendo, en su fuero interno, nacionalistas -o vegetarianos, o seguidores de Zaratustra-. Lo que importa es que, 'en las cosas políticas', dejen de ejercer como tales, y se amolden a lo que el presidente considera 'lógico y favorable'.
¿Y qué es ello? Casi nada: partiendo de esa cantilena que los voceros del Gobierno tanto gustan de repetir últimamente -la de que España está 'a la cabeza de los países más descentralizados del mundo'-, Aznar da a entender que las ideas de un nacionalismo como el catalán son hoy 'discursos del pasado', 'política menuda', visiones obsoletas que es preciso arrumbar para adecuarse a 'la evolución de las cosas en Europa y en el mundo'. La 'gran operación de integración histórica' que propone consistiría, pues, en embutir el catalanismo dentro de los moldes y las lógicas de la política estatalista, borrándolo como lo que ha sido durante 100 años: una cultura política diferenciada. En cuanto a la presencia de las autonomías en los consejos de la Unión Europea, 'eso no es posible'. Y punto final.
Creo que la conclusión es clara: después de haber intentado sin éxito, en los tiempos de Vidal-Quadras, deslegitimar al nacionalismo catalán desde la confrontación doctrinal hard -en nombre, por ejemplo, de una imaginaria opresión lingüística-, el PP intenta ahora una deslegitimación light, o soft, en nombre del euro, de Internet y de la globalización. Las ponencias de su inminente congreso -y no sólo la de Josep Piqué- son, en este sentido, reveladoras.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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