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Columna
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Valencia contra Madrid

Ustedes son ciegos. Ustedes son tan ciegos como yo y serían incapaces de encontrar un griego en la Iliada. Quizá no se hayan dado cuenta, pero se lo voy a demostrar ahora mismo. De entrada, permítanme recordarles un verso del poeta Carlos Edmundo de Ory, según el cual 'los ciegos son aquellos que no ven lo invisible'. Y ahora vamos al grano. Les voy a poner un ejemplo: la tarde del último domingo, día 13 de enero, en el estadio Santiago Bernabéu, el Real Madrid no le ganó al Valencia por uno a cero; Fernando Morientes no marcó el gol de la victoria, mediada la segunda parte, tras un pase de Figo y un fallo del defensa rival Albelda; ni Zinedine Zidane, el francés que corre como Di Stéfano y se para como Netzer, recibió una entrada brutal de Ayala que pudo haber dado con sus huesos en la sopa del lunes; ni el capitán blanco, Fernando Hierro, fue amonestado por otra dura entrada a Mista. No, eso es sólo lo que vimos espectadores de Chamartín y los televidentes de Canal +, pero no es lo que ocurrió. Lo que ocurrió fue otra cosa, como hemos sabido al ver la prensa de Valencia, Barcelona y otras ciudades.

Lo que ocurrió en el Santiago Bernabéu el domingo fue un acto político, el resultado de una decisión que viene de las más altas esferas, gente sin escrúpulos que tiene la sartén por el mango y cuyas órdenes son claras: el Madrid, equipo representativo de la capital de España, tiene que ganarlo todo como sea, estamos en el año de su centenario y no puede haber otro campeón de Liga y de Copa que el conjunto de Raúl, de Figo, de Zidane, de Roberto Carlos, de Guti y compañía. Por lo tanto, no se reparará en gastos ni se ahorrarán esfuerzos para conseguir el propósito que nos hemos marcado: se recalificarán los terrenos, se sobornará a los árbitros y se amañarán los partidos que haga falta. Punto y final. Hala Madrid.

Todo esto sonaría sólo a broma si no fuese porque muchos lo dicen completamente en serio y porque el fútbol, un deporte que mueve millones de euros y a millones de personas de aquí para allá, puede ser un antídoto contra la realidad, pero también es, a menudo, uno de sus síntomas.

Resulta que el Real Madrid, dicen los rabiosos y lloriqueantes derrotados del domingo, no gana porque sus jugadores sean extraordinarios, sino porque es el equipo del poder, a ver quién se atreve a negarlo, el equipo del Rey, del presidente del Gobierno, de la mitad de los ministros y hasta del presidente de la Generalitat valenciana, hay que fastidiarse, hala Madrid, hala Madrid, hala Madrid. El Real Madrid es la punta de lanza del centralismo, un lobo entrenado en la Puerta del Sol para devorar provincias y comerse las banderas de las diputaciones. Han hecho falta casi treinta años de transición política para llegar al mismo sitio en el que estábamos, porque esto, ya lo ven, es igualito que con Franco, españoles todos, hala Madrid, idéntico a los tiempos en que el caudillo asesino no sólo le hacía ganar a Puskas, Di Stéfano, Gento y compañía, año tras año y por decreto, la Liga española, sino que sus influencias y su prestigio internacional posibilitaron la conquista de seis Copas de Europa. Hay que ver.

Ser del Real Madrid empieza a parecerse a ser de Madrid, cosa que para algunos es como llevar una lámpara en la camisa o una flor de lis tatuada en el hombro. De manera que, en nombre de la corrección política de estos tiempos -que, en mi modesta opinión, es el enemigo público número uno de nuestra sociedad y de nuestras libertades-, uno tiene casi que callárselo o avergonzarse de ello y pedir perdón al resto del país cada diez minutos, si no quiere resultar un individuo sospechoso o, directamente, un tipo despreciable.

No, lo que se celebró en el Bernabéu el último domingo no fue un partido de fútbol, sino una estafa multitudinaria, un oscuro acto político manejado por gente de mala ralea y que pone de manifiesto que el centralismo sigue en sus trece y sigue ahí, llevando el timón desde las sombras. La verdad es que yo, igual que tanta gente, vi otra cosa en el campo, pero cualquiera se atreve a escribir un artículo para decirlo. ¿Con qué autoridad? Anda que no se me ve el plumero, hala Madrid, hala Madrid.

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