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Columna
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La yegua de Atila

Convertir porches en espléndidos áticos, cubrir terrazas o cerrar balcones con materiales más o menos adecuados son prácticas frecuentes que, no obstante su ilegalidad generalizada y el afeamiento urbanístico que a menudo conllevan, gozan de una notable tolerancia en Valencia por parte de las autoridades municipales e incluso patrimoniales. El resultado es ese caos estético y mortificante que cualquier paseante constata. Hemos de suponer que tal laxitud responde al criterio de los responsables de la disciplina urbanística, quizá condicionados por la falta de recursos humanos y materiales para inspeccionar y frenar con la debida celeridad dicho desmadre. Pensar otra cosa sería como invocar, y no sin motivos, la complicidad o la desidia de los funcionarios y políticos implicados.

Las aludidas y lamentables irregularidades cobran un relieve especial cuando atañen a edificios protegidos por su valor histórico o arquitectónico, que tantas veces en esta ciudad han sido desfigurados por mor de codicias impunes de sus propietarios o beneficiarios. Algún día habría de confeccionar el catálogo de desmanes de este género amparados por cada uno de los alcaldes y regidores que se han sucedido, con mención de los arquitectos venales que han suscrito el despropósito. Y no digamos cuando éste se acomete mediante trapisondas legalistas propias de rábulas con algún mando en plaza. Este es el caso del edificio sito en la calle de Avellanas, 7, de Valencia, protegido con el nivel 2, y acerca del cual ha de decidir hoy mismo la comisión de Patrimonio del Ayuntamiento.

El episodio podría ser rutinario, de no resultar kafkiano, porque a nadie puede sorprender que el titular de unos porches acometa el cubrimiento de unas terrazas, por más que se conculquen reglamentos y ordenanzas. La rareza, por describirlo finamente, consiste en que se ejecute sin licencia municipal -como era obvio- y después de que el Ayuntamiento paralizase dos veces las obras, que se avalan mediante una extravagante autorización verbal del arquitecto municipal. Y lo que es peor, por ser más directamente lesivo, que se entre a saco y sin permiso de su titular -que en modo alguno podría otorgar legítimamente tal permiso, aun cuando se quisiera- en la vivienda que soporta las obras, instalando en la misma viguetas, forjados, bajantes y, en suma, convirtiéndola en una escombrera.

Suponemos que el desmán habrá de sustanciarse ante los tribunales, pero previamente convendría esclarecer qué indolencias o temores de la Administración han cedido ante el arrojo de la propietaria -verdadera yegua de Atila- que se ha ciscado en la ley y los reglamentos. El hecho de que la temeraria ama de los porches sea y ejerza de fiscal puede explicar que explote las posibilidades del legalismo, quizá un respeto reverencial anacrónico a su función e incluso alguna connivencia de los técnicos. Con todo y con ello, no puede saltarse a la torera la falta de la licencia, ni la protección del edificio, ni los derechos del vecino, ni tampoco los responsables urbanísticos pueden cruzarse de brazos ante tamaña tropelía.

La citada comisión patrimonial, como decimos, y Miguel Domínguez, como concejal especialmente implicado, tienen hoy la oportunidad de dictar una resolución justa y ejemplar, que asimismo glosaremos.

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