'Graffiti' de culto
Hace años pude leer un libro que no se había escrito. Ocurrió en Londres, donde yo era un estudiante de escasos medios que trataba de ampliar su cultura sacando en préstamo libros deseados de las bibliotecas públicas, allí muy numerosas y bien surtidas. Pero, nobody is perfect, ni siquiera entre la gente cultivada de Gran Bretaña. Cuando empecé a leer el libro prestado, la funeraria novela de Evelyn Waugh Los seres queridos, ya en la segunda página sufrí un sobresalto. Una mano había escrito con tinta al final de un párrafo la palabra '¡basura!', y a partir de ahí tuve que leer el resto de esa macabra sátira con la compañía indeseable de un furibundo lector anterior armado de pluma estilográfica.
La gran sorpresa me esperaba en la última página impresa, donde el anónimo comentarista manual había garabateado: '¡Esto no puede acabar así! Waugh, eres un perezoso bastardo. Pero tienes remedio', añadiendo a continuación: 'A los lectores futuros de este ejemplar. Si el libro os ha parecido, como a mí, frustrante y falto de energía cómica, escribidme a la dirección adjunta. Siempre que el número de solicitudes sea considerable, yo me comprometo a enviar por correo en un plazo sensato y a bajo coste una extensión de Los seres queridos a la altura del mejor Waugh'.
La verdad es que a mí mismo la novela se me había quedado corta para la portentosa trama desplegada, pero nunca escribí a esa dirección londinense, ahora no recuerdo si por respeto a Waugh o para no hacer gasto. Más de una vez, sin embargo, me acuerdo de aquella obra virtual avant la lettre, y la he buscado tardíamente -sin éxito- en el ameno ensayo de H. J. Jackson Marginalia: Readers writing in books, que acaba de publicar Yale University Press.
Es un libro absurda y minuciosamente delicioso sobre gente absurdamente puntillosa, pedante, justiciera. Y muy culta, ya que la mayor parte de los grafiteros de libros citados por Jackson son escritores y artistas conocidos, aun así respetuosos de lo ajeno; suelen escribir los comentarios en ejemplares de su propiedad.
Por lo demás, pueden ser igual de gamberros que mi predecesor inglés en Los seres queridos. Nabokov, por ejemplo, se mofa al margen de La metamorfosis de la ignorancia entomológica de los estudiosos y críticos literarios; según la descripción de Kafka, no es en cucaracha, sino algo distinto, en lo que se transforma Gregorio Samsa. La autora de Marginalia recoge también sabrosos apuntes manuscritos de Wallace Stevens en páginas de Wordsworth, de Jeremy Bentham en las de Edmund Burke, de E. E. Cummings a partir de lo escrito en una obra suya por Simone de Beauvoir.
Mi favorito -sigo colgado de aquella experiencia mía imborrable- es Ezra Pound utilizando su ejemplar de segunda mano de la poesía de Swinburne no para enmendar al poeta inglés, sino para mostrar su más enérgico desacuerdo con los comentarios marginales del primer dueño del libro. Yo nunca me atreví a eso en la novela de Waugh.
Pero sí confieso aquí pertenecer al género que subraya, glosa y juzga a mano lo leído. Y seguiré haciéndolo, me temo, a pesar de las palabras del Dr. Johnson (por cierto, uno de los autores más grafiteados de la historia del libro) que cita H. J. Jackson.
Los lectores que anotan sus libros se cargan superfluamente la mente, dice el Dr. Johnson, 'reprimen la vehemencia de la curiosidad con inútiles deliberaciones, y con interrupciones frecuentes rompen el flujo de la narración o el encadenamiento de la razón'. Y todo -aquí el sabio doctor quizá esté en lo cierto- para 'cerrar al final el volumen y olvidar a la vez los pasajes y las anotaciones'.
Babelia
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