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Columna
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Antenas y diablos

El catolicismo y las restantes religiones han fomentado con éxito el terror imaginario hacia castigos no catalogados en el Código Penal: a comer carne en viernes, a la transfusión de sangre, a comer pollos sacrificados sin el responso correspondiente o a calzarse un condón durante las funciones carnales. El catálogo de tabúes es tan largo como admirable. El horror hacia un vacío bien salpimentado de excentricidades ha vuelto medio loca a mucha gente y a otra la ha alzado a los altares. Yo no sé cuál es la recompensa para quienes creen en la malignidad de las antenas de telefonía y se aprestan con urgencia a retirarlas para prevenir un daño por ahora improbable. Quizá el premio sea simplemente el sentimiento de haber actuado con la diligencia necesaria para prevenir un castigo inconcreto como el Infierno. Ayer, sin ir más lejos, varios ayuntamientos, entre ellos los de Salobreña y Freila, en Granada, anunciaron la retirada inmediata de esos focos diabólicos para tranquilidad de los creyentes.

Quienes militamos en el bando de los escépticos damos por hecho que algo nos está matando y que por tanto moriremos. Otra cosa es descubrir la naturaleza del maleficio que es, sobre todo, una cuestión de fe. Un servidor recuerda cuando el aceite de oliva (la pócima mágica de los campos andaluces) estaba medio proscrito o cuando la duración de la vida dependía del número de huevos fritos que consumiéramos. Hoy, cuando los teléfonos móviles se han convertido en un medio poderoso para odiar, ser amado, conocer el significado de las estrellas o pedir auxilio, el demonio se ha encarnado en la culebra invisible que transmiten.

Dicen que el centro transmisor de esa ubicua torre de Babel produce cáncer. A falta de unos resultados científicos concluyentes habría que revestir el significado de las antenas con la dignidad de las calamidades del Antiguo Testamento.

En realidad en una época en apariencia tan racional como la nuestra el misterio se enseñorea como en los tiempos antediluvianos. Basta con comparar la naturaleza de las radiaciones de la telefonía con la de los 5.000 millones de pesetas que según el Fiscal Anticorrupción el alcalde de Marbella Jesús Gil malversó entre 1991 y 1995 y, en parte, traspasó a cuentas de su propiedad para probar la mágica ambigüedad de la materia.

Está claro que los millones con que Gil trapicheó son de una sustancia diferente a los que usted atesora en su billetera pues no sólo se desvanecieron con la sutileza de un fantasma sino que los propios jueces durante más de un lustro no se pusieron de acuerdo sobre a cuál de ellos le correspondía incoar la investigación correspondiente. Si al dinero ordinario le corresponde un único juez, al que manejan tipos como Gil les puede convenir un juzgado de primera instancia de Marbella o un juzgado central de la Audiencia Nacional.

Esta circunstancia, que en otros tiempos hubiera merecido la convocatoria de un concilio, fue resuelta por fin ayer por el Tribunal Supremo. Ahora bien, queda por saber si los vapores de la millonada son tan deletéreos como las ondas de las antenas.

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