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Columna
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Los justicieros

Ocurrió hace mucho tiempo, más de cincuenta años, en aquel convulsionado periodo de nuestra historia donde todo andaba patas arriba y los valores y consideraciones éticas, morales, puramente cívicas, tenían cotización cambiante. Es incómodo que exista tu verdad, mi verdad, la de éstos o aquéllos, aunque quizá sea más temible la época en que, por breve que sea su vigencia, no haya más que una verdad, la que se plantea respaldada por la fuerza, y ésta se disfraza de valedora del bien común. De la primera anécdota que voy a relatar quedan testigos presenciales, como yo mismo, e incluso conservo fotografías.

Cualquier situación viene condicionada por sus circunstancias, y si no las tenemos en cuenta seremos incapaces de entender nada. Se trataba de un acto en la naciente Escuela Oficial de Periodismo, por la que han pasado quienes pretendieran ejercer esa profesión como medio de vida, o sea, la mayoría de los veteranos. Ni siquiera recuerdo si fue en su sede en la calle del Pinar, y en abono y justificación de esta desmemoria he de decir que fui exento de escolaridad, pues cuando se convocó la primera promoción yo dirigía un semanario, llamado Tajo, de propiedad privada, y ello me atribuía ciertos conocimientos, embozados con la osadía de mis 21 años. Excusen los petulantes datos biográficos. El caso es que el director de la Escuela y director general de Prensa, Juan Aparicio, programa una serie de actos para los alumnos y tiene la deferencia de invitarme, junto con un veterano redactor de sucesos del diario Pueblo, llamado Ardila, y el entonces subdirector general de Seguridad. Este hombre, al que traté superficialmente, era un destacado miembro de la carrera fiscal, don José Jiménez Asenjo, cortés y afable en su trato.

La charla o coloquio, con la sala llena, por lo atractivo del tema: los sucesos, los crímenes a través de la prensa, cuya publicidad estaba rigurosamente controlada, se desarrollaba por cauces normales, hasta que un alumno -creo que fue una alumna- tuvo la ocurrencia de preguntar a la mesa por la espinosa cuestión de los errores judiciales. Ni mi compañero Ardila ni yo parecíamos tener opinión y nunca hubiéramos podido expresarla porque, como movido por un resorte, el señor fiscal se incorporó en su silla, pegó un puñetazo en el tablero y declaró de forma inapelable: 'En España, en esta España, no existe el error judicial'. Luego de unos segundos de estupor, el centenar de alumnos, los comparecientes y el presidente del acto tragamos saliva, nos miramos de reojo y, tras sufrir el embate una leve bocanada de bochorno, escuchamos, aliviados, cómo se levantaba la sesión, sin que la pregunta tuviese otra respuesta o tratamiento. Eso, señores, ilustra científicamente lo que es la supervivencia de una dictadura, más que las esporádicas brutalidades que libera la condición humana en situaciones límite. Repito que el autor del exabrupto era persona educada, universitario, alto funcionario público y miembro señero del aparato de la justicia. Lo grave es que, en aquel momento, creía firmemente en lo que decía y como él abundaban en ambos bandos.

En el deambular que, antes o después, la mayoría de los ciudadanos hacemos por dependencias judiciales, a fuerza de insistencia y recomendación, me recibió el juez que llevaba mi causa. Era el momento de la firma y apenas levantó la cabeza para responder a mi cortés saludo, al que siguió un respetuoso silencio. 'Diga, dígame lo que quiere'. 'No me importa esperar a que termine su señoría', repuse circunspecto. '¡Suéltelo de una vez! No le podré recibir en otra ocasión'. Alzó la mirada, irritado, mientras su mano ágil y despreocupada seguía garabateando velozmente autos, providencias, sentencias y citaciones. Tuve la impresión de que ni sabía lo que estaba firmando ni se habría enterado de lo que me proponía decirle. Ascendió como un cohete en el escalafón.

De todo esto ha pasado largo tiempo y, cuando en la impunidad de la senectud, con escasas oportunidades de infringir la ley o quedar sometido a sus vaivenes, leo las noticias sobre los tres jueces de la Audiencia Nacional que han puesto en libertad a un peligroso criminal, pienso que casi habría visto todo lo que tenía que ver si esos intocables fueran trasladados en un furgón a la cárcel, como el médico que comete una grave imprudencia, el arquitecto al que se le cae la obra o el policía que dispara contra el desesperado navajero. Porque están hechos de la misma pasta que todos, supongo. No sería la primera vez que un magistrado va al trullo por hacer lo que no debe, y es tranquilizador que así sea.

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