Del desfiladero al precipicio
Hubo un tiempo en el que la lucha política era reflejo del debate de opciones diferenciadas sobre la manera de organizar la vida económica y social, sobre la forma de dictar las leyes en función de intereses más o menos contrapuestos, o de planteamientos morales distintos. Salvo en situaciones de ausencia de libertades, la confrontación política se dirimía en anchas llanuras, en las que había espacio para casi todos, aunque no todos contaran con los mismos medios ni capacidad de maniobra.
Hace varias décadas, tras la incertidumbre y el desconcierto del período de entreguerras, el futuro del capitalismo fue sometido a un fuerte debate. No era sólo ya la vieja discusión que venía desde el siglo XIX sobre la bondad o la viabilidad del sistema como tal, sino otra mucho más compleja y matizada, aquella que vinculaba la estabilidad económica y el bienestar de la gente con la protección de los derechos sociales y la defensa de la libertad y la dignidad humanas. Las anchas llanuras del debate fueron poco a poco derivando en valles, aunque suficientemente fértiles y espaciosos como para garantizar cierta confrontación de ideas y alternativas de organización de la convivencia social.
Sin embargo, desde hace ya unos cuantos años, y particularmente desde que el sistema soviético se desmoronó dejando de provocar el temor de males mayores, el campo del debate político y económico se ha ido cerrando paulatinamente. Los amplios valles por los que transcurrían las ideas conservadoras, liberales, democristianas, socialdemócratas, socialistas, o comunistas, se han hecho más y más angostos, reduciendo el espacio disponible y provocando la desaparición o la reconversión de tribus diversas al objeto de adaptarse a un medio cada vez más inhóspito. Un medio en el que, por otra parte, el creciente monolitismo ideológico y político ha avanzado paralelamente a la concentración del poder y al control de la formación de opinión, facilitando así que empresarios con causas penales se aúpen al cargo de primeros ministros y utilicen las palancas del poder para sus propios intereses, ante el estupor de unos votantes que esperaban tal vez ser tocados con la varita mágica del éxito; o que personajes como Aznar se erijan en líderes mundiales del liberal-centrismo, ese flamante descubrimiento de última hora llamado a agrupar a todos los que, henchidos de autosatisfacción, pretenden liderar la mediocridad y el camino hacia la nada.
Pero el problema no estriba en la suerte que puedan correr las aventuras personales de Berlusconi, de Aznar, o hasta del propio Bush, sino el desierto político y cultural que van creando a su alrededor, y la resignación colectiva generada ante la ausencia de alternativas. Hemos llegado a interiorizar tanto que el mundo es como nos han dicho que es, y que cualquier intento de transformarlo en base a unos valores acordes con la dignidad humana está condenado al fracaso, que avanzamos como mansos corderos por un valle cada vez más estrecho adentrándonos poco a poco en un desfiladero en el que no se vislumbran salidas. Algunos, como los sufridos argentinos, han visto ya el precipicio al final del desfiladero por el que llevan años transitando tras los estandartes del FMI y los gurús del neoliberalismo, enarbolados alegremente por la calaña de farsantes y corruptos personajes que han gobernado ese país.
Fue precisamente un argentino, el filósofo Mario Bunge quien escribió: 'No tiene nada de vergonzoso que una hipótesis sea refutada. Lo que sí debería avergonzar es el aferrarse obcecadamente a hipótesis en ausencia de datos o en presencia de datos adversos. Y cuando se usan hipótesis notoriamente falsas para fundamentar políticas que afectan al bienestar de millones de seres humanos, estamos en presencia de un escándalo'. ¿Habremos perdido la capacidad de escandalizarnos? ¿O es que tal vez sólo nos escandalizamos cuando los medios de comunicación nos señalan que lo hagamos?
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