Gehry y Nouvel
Hace algún tiempo, se manejaba con ironía una frase copiada de la publicidad televisiva que quería ser un consejo cínico a los alcaldes: 'Pon un Foster (o un Gehry, un Nouvel, un Siza, un Meier, etcétera) en tu ciudad' y parecerá que hayas resuelto todos los problemas de prestigio, de autoestima e incluso de legitimación de algunos errores políticos. Y además tendrás un escudo cultural frente a las críticas demasiado domésticas de la oposición.
Ahora vemos que muchos alcaldes -es decir, muchas ciudades- se han tomado en serio el consejo y lo han aplicado con eficacia. Una buena parte de las grandes operaciones arquitectónicas -las públicas y las privadas que, por su cuenta, se esfuerzan en seguir los deseos de los políticos y administradores que tienen que aprobarlas- se inician con la garantía de una firma de arquitectos y urbanistas que se presenta como una estrella incuestionable en el firmamento internacional, aureolada a menudo por una serie de éxitos extranjeros bien publicitados. Hay que reconocer que de momento, aparte del uso político partidista, esta operación ha tenido resultados positivos. El primer resultado es en general, con las debidas excepciones, la calidad final de los proyectos realizados, y el segundo es el enriquecimiento mutuo de las diversas culturas arquitectónicas y de los diversos sistemas profesionales, lo cual ha beneficiado, al fin, a la propia producción local. Pero el resultado más trascendental es que el prestigio de la arquitectura -el real o el simplemente consensuado en las diversas fórmulas comunicativas- se ha convertido en un factor determinante en las decisiones políticas y económicas sobre las grandes operaciones inmobiliarias. En España, por ejemplo, después de los brillantes resultados de Bilbao con el Guggenheim, muchas ciudades han comprendido que la especificidad espectacular de la arquitectura, es decir, la imagen de la arquitectura, puede ser un factor considerable incluso al margen de la aceptación de sus valores culturales. Sólo así se explica el milagro de que un personaje como Manuel Fraga -de cuyo decadente gusto artístico no dudamos- se haya convertido en el cliente más entusiasta de un arquitecto como Peter Eisenman, tan difícil de entender en su radicalidad pero tan representativo de unos prestigios consensuados que parecen asegurar el rendimiento de la exaltación de unas imágenes.
Pero en este mismo fenómeno se inician ya algunos de los resultados negativos de todo el sistema. Porque, dejando para otro análisis los problemas provocados en las perspectivas profesionales de los arquitectos locales, en su misma necesidad de reestructurarlas al servicio de las estrellas que vayan acudiendo -ofreciéndose al fin sistemáticamente como participación auxiliar- o las posibles consecuencias especulativas de algunas iniciativas privadas que se escudan en unos prestigiosos profesionales que pueden exigir cambios en los programas urbanísticos y sociales -una nueva arma ultraliberal que puede ser abusiva-, es evidente que la supervivencia de la arquitectura apoyada sólo en el uso político de la imagen no es un futuro demasiado confortable. Me cuesta creer, por ejemplo, que el interesado idilio Manolo-Peter (así se llaman y se cartean en la intimidad) sea un buen camino para implantar en la derecha española -y en sus vulgares consecuencias- los fundamentos culturales y sociales de la arquitectura y el urbanismo. Aunque, quizá, hay que reconocer que, por su parte, Eisenman tampoco debe de estar muy preocupado por conseguir esta implantación.
Estas observaciones que hasta aquí he resumido se relacionan con una visita reciente a dos exposiciones importantes: la de Frank Gehry en el Guggenheim de Bilbao y la de Jean Nouvel en el Pompidou de Paris. Son dos exposiciones magníficas, extraordinarias, que permiten comprobar, de manera quizá algo sesgada, la calidad de dos arquitectos que hay que considerar hoy entre los mejores del mundo. Ambos, a través de distintas experiencias, han introducido unos lenguajes formales que directa o indirectamente marcan ya un cambio en la moderna cultura visual. No pretendo ahora explicar ni el evidente valor de la obra de esos dos arquitectos ni la calidad de ambas exposiciones. Me limito a una sola observación: no parecen a simple vista exposiciones de arquitectura, sino exposiciones de un sistema y un estilo de imágenes sorprendentes, de arranques formales extremadamente elegantes que algun día llegarán a formalizar unas arquitecturas. Fracciones de maquetas escultóricas, imágenes virtuales de obras no realizadas, collages que tergiversan la descripción, textos que explican la intervención creativa de los ordenadores, geometrizaciones abstractas digitalizadas sin referencias funcionales. Y todo ello casi sin ningún plano ni ningún documento que permita entender o anticipar la arquitectura propiamente dicha. Hay que valorar la radicalidad de esta postura porque evidencia que lo que ha logrado aquella presencia de la arquitectura y el urbanismo en las decisiones políticas -la eficacia del 'pon un Foster en tu ciudad'- no es la arquitectura, sino la imagen sofocante, extraña, insólita y sobre todo autónoma de la arquitectura, cuya sobrecarga de elegancia la redime de la posible falta de sustancia. Por primera vez después del moralismo de las vanguardias, la elegancia se erige como una cualidad primaria, cosa que no habrían aceptado ni Leonidov, ni Le Corbusier, ni Miró, ni Scharoum, ni Picasso. El nuevo star system es un sistema de elegancias en competencia. Y quizá sea lo más positivo -lo único- que se pueda ofrecer al ultraliberalismo conservador. Sobre todo si está en manos de arquitectos tan dotados para la elegancia como Gehry o Nouvel. Lo peligroso es que a veces nos equivocamos incluyendo en la eficacia política del star system arquitectos mediocres que ni siquiera son elegantes.
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