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LA CRÓNICA
Columna
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Adiós, ecu, adiós

Bueno, pues ya ha empezado esto del euro. No es tan difícil como parecía, ¿verdad? A fin de cuentas, bien que nos espabilábamos cada año cuando nos íbamos de vacaciones a un extranjero lleno de liras, pesos, florines o rublos. Servidor, por si acaso, se acercó un día del mes de diciembre a Santa Coloma de Gramenet, donde me habían soplado que una animadora social enseñaba a contar en euros con un juego de su invención. La excusa de mi interés personal por lo lúdico me iría de maravilla para quitarme el miedo de encima. Sin embargo, a cambio de esa confianza ahora cargo con un ataque de nostalgia de ahí te espero.

Los cursos de iniciación al euro se daban en la casa Puig Castellar del barrio de Singuerlín, una bonita torre ajardinada reconvertida ahora por el Ayuntamiento en centro de día para ancianos. La animadora en cuestión se llama Emma Andújar y efectivamente se había sacado de la chistera un juego de sobremesa para enseñar a los mayores cómo funciona la nueva moneda. 'En realidad, más que enseñar a contar lo importante es desdramatizar el asunto', aseguraba Andújar, 'porque los abuelos tienen mucho miedo, sobre todo de que les coloquen piezas falsas'. El juego del euro es una variante bastante ingeniosa del de la oca, en que los participantes tienen que componer un menú o amueblar una casa haciendo uso de las nuevas cantidades. Me senté, pues, a la mesa, al lado de Dolores (octogenaria), María y Catalina (septuagenarias) y aprendí tres cosas, la última de las cuales me sumió en ese desasosiego del que no logro salir.

En Santa Coloma de Gramenet una animadora social enseñaba a contar en euros con un juego

Primera: 'El mayor error es pretender traducir los precios en pesetas', me amonesta Emma cuando le pido el conversor de bolsillo. En efecto, como ustedes mismos están comprobando, una vez aceptadas las nuevas proporciones las combinaciones de piezas no tienen la menor dificultad.

Segunda: los que la van a liar sin ninguna duda son los abuelos. La edad y las deficiencias visuales multiplican el riesgo de confusión, por lo que a quien le toque hacer cola en la panadería detrás de un anciano más le vale tener paciencia. 'De todos modos', me tranquiliza la animadora, buena conocedora del medio, 'son los que menos los van a utilizar, porque la mayoría de las compras no las hacen personalmente'.

Tercera: el cambio monetario es asumido por la población como una calamidad (o una dicha) más, es decir, como un designio inevitable. No hay opinión alternativa, no hay contraste ideológico. Sometí a la desprevenida Emma a una batería de preguntas impertinentes, suponiéndola concienciada, y los resultados fueron estos: 'No me hace una ilusión especial tener euros en el bolsillo, o sea que para idear el juego me lo tomé como una herramienta de trabajo'. 'Asistí a un curso de formación para el euro en La Caixa donde no se hablaba más que de números'. 'Si me hubieran consultado en referéndum, habría votado que no: con la peseta ya estaba bien'. '¿Si tuviese que bautizarlo con otro nombre? No sé, no lo había pensado nunca'. 'Que qué me sugiere el término euro? Nada'.

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De todos modos, cada uno tiene sus flaquezas. La mía, ya deben de saberlo, es la del lenguaje, así que no puedo dejar de pensar que con esto que acaba de empezar se ha perdido definitivamente una oportunidad histórica. No me refiero a la de conservar la idiosincrasia de cada pueblo a través de su moneda y bla bla bla, sino a dar a cada cosa el nombre más adecuado. ¿Se acuerdan ustedes qué denominación tuvo al principio la moneda única, cuando era apenas un proyecto que ni se divisaba en el horizonte? No, claro, cómo se van a acordar (Emma tampoco, no se preocupen), si con la machacada institucional parece que nunca haya existido más pieza que el euro (a propósito de olvidos: el otro día el sociólogo Amando de Miguel desdoblado en abracadabrante filólogo se descolgó en un reportaje televisivo atribuyendo la etimología de la peseta a una corrupción despectiva de... ¡peso!). Pues se llamaba ecu, acrónimo de European United Currency ordenado en virtud de la eufonía. Desgraciadamente, la afortunada ocurrencia no duró mucho, al parecer debido a la insistencia de Helmut Kohl por la denominación de origen Europa, que ha terminado por convertirse en prefijo obsesivo: de los euroescépticos al euroconvertidor, cualquier cosa parece más moderna si le plantas un euro delante.

El ecu, sin embargo, tenía una gran ventaja sobre el euro, además de estar desprovisto de ese tufillo de patriotismo de telediario que desprende éste: cumplía, desde el punto de vista fonético, la función para la cual fue creado, es decir, la de moneda única. De Londres a Palermo y de Sevilla a Berlín, es difícil alejarse de la pronunciación de ecu; como mucho, ligeras variaciones de apertura vocálica.

El euro, en cambio, tiene prácticamente tantas pronunciaciones como miembros de la Unión, de modo que el oiro alemán, el yuro inglés o el egó francés nos van a sonar casi tan distantes como marcos, libras o francos. Por no hablar de los catalanes, que una vez más hemos adoptado con insensato entusiasmo la fonética propia del castellano, renunciando tanto a la e abierta como a la u átona final (¡ni más ni menos que el 50% de la palabra!).

Conclusión: ayer le tocó al champaña, hoy a la peseta y mañana... ¿Y si mañana me toca a mí?

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