¡No éramos tontos!
Era día 1, eran las siete de la mañana y el Año Nuevo resplandecía más que nunca con el brillo de las monedas recién hechas, esos flamantes euros de color oro, plata y bronce que los ciudadanos inspeccionaban con curiosidad, como si fuesen extraños insectos luminosos, en las palmas de sus manos, seguros de que aquellos cegadores unos, doses, ceros cincuenta y ceros veinte empezaban a ser, desde ya, los nuevos números de sus vidas, las cifras sobre las que, a partir de entonces, tendrían que andar en equilibrio para no derrumbarse. Dinero y fulgor: por una vez, esas dos palabras eran, de alguna forma y hasta que los destellos de las monedas recién acuñadas se gastasen, verdad para todo el mundo.
Día 1. En los últimos meses había leído tantas profecías de los agoreros y había oído tantas malas premoniciones acerca del euro, tantos análisis que presagiaban el caos y el desorden más absolutos, que me pregunté si mucha gente retrocedería ante ese fulgor metálico de las monedas, como dicen que retrocedían los indígenas americanos al ver aparecer, entre la maleza de las selvas, las armaduras de los conquistadores españoles. Sin embargo, en cuanto abrí mi euromonedero de plástico, bajé a la calle, paré un taxi y, lleno de euroentusiasmo, le dije al conductor: 'Al centro. Lléveme al centro', las cosas cambiaron. El taxímetro corría en la nueva moneda, el chófer hablaba del tema con humor y al llegar a mi destino me cobró, también con toda naturalidad, nueve con noventa y dos. Yo le di los ocho céntimos que quedaban, y sesenta más, de propina. Me dio educadamente las gracias.
Después entré en un bar modesto sin máquinas tragaeuroperras y sin música, que es en los que mejor se desayuna, pedí un café con churros, y cuando pregunté cuánto debía, en euros, por favor, la dueña contestó, como si llevase mil años trabajando con la moneda nueva: uno con cincuenta. '¿Me puede poner también una botella de agua mineral sin gas?'. 'Cómo no, señor. Así serán otros setenta y cinco céntimos'. Lo cierto es que no encontraba por ninguna parte los problemas tantas veces presagiados por algunos. Y al día siguiente, más de lo mismo: dos periódicos, uno con ochenta; un café con leche, uno con veinte. Sin problemas. Al final resultaba que los españoles no éramos tan eurotontos como algunos se empeñaban en creer, ni el país se había llenado, de la noche a la mañana, de eurotimadores dispuestos a hacerse ricos con el asunto de los redondeos. No sólo eso, sino que a la mayoría de la gente parecía divertirle la cuestión y una gran cantidad de personas parecía sentirse contenta por vivir este momento singular de la historia de Europa. Y entonces llegó el Estado. Y luego llegaron los listos.
Resulta que el Estado, con ejemplar eurocinismo, subía los impuestos aprovechando que los tomates son colorados, eso para empezar. Y resulta que el Estado acababa de autorizar las subidas del transporte, la gasolina, la bombona de butano, los peajes de las carreteras, el alcohol, el tabaco y los sellos de correos, entre otras cosas de menor importancia. Y resulta que, al pasar de pesetas a euros, también subían los precios de los aparcamientos públicos y el de muchas llamadas telefónicas. Y que en Madrid un bono de diez viajes de autobús o metro era dos pesetas más caro en euros que en pesetas, para animar al uso inmediato de la nueva moneda. Por subir, subían hasta el pan y el agua, al menos en Madrid, como anunciaba el Canal de Isabel II. Caray con los redondeos. Para terminar, poquísimas cabinas de teléfonos de la ciudad estaban preparadas para los euros, aunque, eso sí, la subida del precio, ni más ni menos que un 25%, la habían hecho con toda eficacia. Y en cuanto al metro, resulta que el sistema informático que habían previsto sus responsables lo debía de haber diseñado Cantinflas, porque era inútil, y se formaron colas colísimas en las principales estaciones: había que cobrar y dar el cambio haciendo las cuentas, según uno de sus taquilleros, 'en calculadoras del todo a cien', o del todo a sesenta céntimos, como deberá llamarse ahora.
Todo el día por Madrid y sólo saqué dos conclusiones: aquí no somos tontos, y aquí los únicos que abusan y timan en euros son los que abusaban y timaban en pesetas. No importa el nombre del perro, sólo el tamaño de la mordedura. Feliz año 2002.
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