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El Mediterráneo como marco integrador

Además del marco europeo en que nos movemos, no debemos olvidar que existe en nuestro entorno una realidad geopolítica de fronteras muy claras, el llamado arco mediterráneo, cuyo todo resulta complejo y difuso y que comprende a los países de ambas orillas del mar. Esta realidad geopolítica presenta -de entrada- una desigualdad cultural evidente aunque con algunas raíces comunes y puntos de interconexión. Vemos, no obstante, que esas desigualdades se multiplican en lo social y también en lo económico: basta con recordar que cuatro países de la costa norte, Francia España, Italia y Grecia, suman el 90% del total de la renta global de todos los países ribereños, mientras que su población es tan sólo del 40%, lo que desvela un claro y preocupante desequilibrio.

De todas estas cuestiones se ha escrito y hablado sobradamente pero ese torrente lenguaraz se ha incrementado tras los trágicos atentados del 11 de septiembre en Nueva York. No hay que hacer un gran ejercicio de memoria para traer a colación los muchos argumentos que abarcan desde las teorías del profesor Huntington sobre la guerra de las civilizaciones, hasta otras sobre la difícil integración de los musulmanes en una sociedad laica como la Europea. En definitiva, la dificultad intrínseca de poder unir las dos realidades paralelas de nuestro mar común, hacia una difícil convergencia socio-política.

¿Será posible integrar alguna vez esta realidad geográfica y social? ¿Es admisible la pretensión de pertenecer a la Unión Europea de un país africano como Marruecos? Las respuestas no pueden ser sencillas ni definitivas porque la realidad que las precede es demasiado compleja y también suficientemente palmaria como para albergar un mínimo refrendo de reflexión o especulación posibilista. Parecería lógico, en principio, establecer varios niveles de comunicación sobre diversas cuestiones, sobre todo en los campos de cooperación. Por ejemplo, en lo económico, mediante inversiones concretas; en cuestiones de seguridad; o tal vez con una definitiva ayuda en el desarrollo agrícola, industrial, educativo o estructural. Pero, como algo previo a ese panorama de franco y abierto diálogo, sería necesario romper prejuicios culturales asumidos desde antiguo, y es ahí donde radica la gran dificultad. A este respecto es conveniente diferenciar dos aspectos.

I. Europa, por una parte, padece desde hace siglos lo que podríamos llamar en palabras de Norbert Bilbeny 'la miseria del eurocentrismo'. En efecto, somos una civilización antigua, pero no la más antigua, tenemos un legado propio, pero no es categóricamente el mejor, tampoco somos el continente más grande, sino el segundo más pequeño... Parece que aquello de lo que ya advertía en el siglo XVII Gracián sigue vigente, y es que tenemos 'tales virtudes como si no tuviésemos vicios, y tales vicios como si no tuviésemos tan relevantes virtudes'. Desde nuestra perspectiva, con los criterios de los pensadores más eximios, todo parece indicar que cualquier pueblo en desarrollo debe buscar nuestros paradigmas. Si contemplamos las tipologías de derechos básicos para una sociedad, no sería posible afirmar que los países de la ribera sur del Mediterráneo cumplan mínimamente esas categorías de derechos civiles, políticos, sociales o económicos.

II. Por otra parte, y en el otro lado de la orilla, la voluntad de sus ciudadanos de integrarse plenamente en la sociedad europea es más que dudosa; basta con ver los muchos ejemplos en ciudades como Barcelona, Marsella o Berlín. El problema radica, en opinión de Sartori, en la llegada a Europa de personas que no reconocen los valores básicos de las sociedades que les acogen. Grave cuestión ésta ya que, desde la tolerancia, se es permisivo hacia cualquier creencia diferente y, sin embargo, desde esa misma tolerancia no es posible respetar reglas atávicas como las del uso del chador o de la ablación, normales en sociedades teocráticas que aparentemente rechazan cualquier forma de evolución hacia la modernidad. Esta es la clave: ¿cómo llegar al sincretismo entre dos extremos en el que el primero se cree portador de todos los valores, con otro que trata de enemigo a quien rechaza sus creencias? ¿Qué solución queda ante estos dos puntos de partida irreconciliables? Planteado así el dilema, difícil ha de ser la solución. Sin embargo aún quedan suficientes aspectos que posibilitan un acercamiento, un enriquecimiento mutuo y una esperanzada progresión en la búsqueda de mayores intereses comunes.

Y esa esperanza de convergencia la sitúo en los diferentes niveles de diálogo a los que me refería anteriormente. Es evidente que las realidades de los países de ambas riberas van a coexistir como compartimentos estancos. Sin embargo, y en tanto exista flujo migratorio y comunicación (mediante el turismo o colaboración comercial, por ejemplo), la imbricación social y cultural se producirá paulatinamente de forma inexorable. Es decir habrá diferentes realidades pero yuxtapuestas. De ahí, habrá que seguir avanzando en diferentes terrenos para poder diseñar un marco común de convivencia. Avanzar hacia una nueva actitud europea de asunción del multiculturalismo y hacia una voluntad clara de respeto a los valores del país anfitrión, sobre todo por parte de esos ciudadanos que nos visitan con intención de perdurabilidad; lo que debería significar también voluntad de integración. Algo se está logrando en el primer aspecto. Los más ilustres politólogos europeos se están planteando que algo falla si el viejo mundo en exclusividad, ha de seguir siendo el punto de referencia en cuanto a valores, filosofía, creencias y política. Todo parece indicar que nuestra Europa está agotando su ciclo histórico de influencia.

En cuanto a la segunda cuestión, siguen siendo pocos los musulmanes que sin renunciar a sus creencias, proclaman su fe en la democracia occidental y en los valores que ella representa. Sin embargo esos pocos aseveran con decisión sus puntos de vista, lo cual contribuye a generar un estado de opinión favorable. En cualquier caso y como colofón, pienso que cualquier convergencia es positiva. Los hombres empezamos a ser sociales por el trueque, el comercio, y la relación con el vecino; y esta forma de conocer al extraño y de integrarnos en una nueva realidad permanece invariable a través de los siglos. Al igual que Europa se ha integrado en una realidad común a un ritmo histórico envidiable, pienso que otra realidad geopolítica como es el arco mediterráneo consolidará, con el tiempo, lo que es ahora en ciernes desde la voluntad de los diferentes gobiernos: una comunidad de países con una historia compartida y con deseos de intercambio pleno en desarrollo y prosperidad.

Ahmed Ibn Waddah, un poeta hispano árabe del siglo XII, decía respecto del arco y las palomas: 'Cuando era rama fue su amigo, y ahora que es arco, las persigue. ¡Así son las vicisitudes de los tiempos'.

Ojalá que esas vicisitudes de los tiempos hagan converger a países que han usado en exceso sus arcos contra los pueblos de la otra orilla, hacia una nueva realidad de amistad y armonía perdurable que repercuta en la paz y el progreso de sus pueblos. Que el arco sea de nuevo, y por siempre, rama de amistad.

José Vicente Herrera Arrando es Subdelegado del Gobierno en Valencia.

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