Fin de fiesta
Hace 23 años, cuando Girona era todavía la ciudad más triste del mundo, yo vivía junto a La Devesa, frente a un pabellón destartalado en el que de pronto empezaron a montarse unas fiestas dementes en las que los adolescentes de la época nos divertíamos con el encarnizamiento suicida con que sólo son capaces de hacerlo los adolescentes. Por esas fiestas se pasaba sin falta un tipo robusto y sonriente, que a nosotros nos parecía muy mayor, pero que sólo tenía 31 años, y que pronto supimos que era el primer alcalde democrático de la ciudad en mucho tiempo; se llamaba Joaquim Nadal, pero nosotros le llamábamos Festetes. Esto explica que uno, como muchos de los adolescentes de la época, se convirtiera en un nadalista peligroso, lo cual tal vez me incapacita para emitir un juicio ecuánime sobre su gestión. Sin embargo, es un hecho que hasta el observador más descreído admite el cambio espectacular que se ha producido en Girona en los últimos años, que ha barrido con la ciudad triste, cerrada y provinciana a la que los viajeros ni siquiera se atrevían a asomarse y la ha convertido en un lugar próspero y vital, donde muchos desean vivir. Hace 23 años Girona existía; ahora, por fortuna, no: ahora es un barrio -un barrio privilegiado, para qué mentir- de Cataluña.
'Nadal ha barrido con la ciudad triste, cerrada y provinciana a la que los viajeros ni siquiera se atrevían a asomarse'
Por supuesto, ni el nadalista más peligroso atribuiría en exclusiva este cambio a la gestión de Nadal; por supuesto, ni el anti-nadalista más acérrimo es capaz de negarle coraje, laboriosidad, limpieza e inteligencia, que es casi todo lo que se le puede pedir a un político y quizá también la causa de que durante todo este tiempo haya salido elegido con votos procedentes de todas partes, desde la derecha hasta los comunistas. Casi desde que llegó a la alcaldía, Nadal asiste a un programa -primero en Ràdio Girona y ahora en la televisión local- en el que contesta en directo a las llamadas de los ciudadanos; se titula L'alcalde, fil directe y tiene un éxito considerable; allí se habla de la rama de un árbol que tapa una farola, de un bache que acaba de aparecer en una calle del extrarradio, de un columpio que se ha roto esa tarde; un amigo me ha contado que una noche, justo después del programa, vio desde la ventana de su casa a Nadal comprobando el estado de un banco público del que una señora acababa de hablarle en la tele. No soy Isaiah Berlin, pero si un extraterrestre me preguntara en qué consiste la democracia y por qué es el menos malo de los sistemas políticos, probablemente le sugeriría que viera ese programa.
Como para viajar no hace falta salir de la propia ciudad, y como no hay nadie que la conozca mejor que él, hace tiempo le pedí a Nadal que me enseñara mi propia ciudad. El paseo se ha ido postergando y ahora, cuando falta poco para el día en que Nadal deja de ser alcalde, cumplimos por fin con la cita. Comemos en su casa, con Calaia, su mujer, que parece la única persona en la ciudad que está contenta de que Nadal deje la alcaldía, y con Ponç Puigdevall, un crítico literario tan bueno que está obligando a la gente a olvidar que todavía es mejor escritor. A la altura del primer plato me pregunto en silencio por qué los políticos y los críticos literarios son los dos gremios más denigrados de este país, cuando todo el mundo sabe que hay críticos literarios y políticos buenos, malos y regulares. A la altura del segundo plato le pregunto a Nadal en voz alta si hoy día se imagina a un alcalde de Girona de 31 años, y él me contesta que por supuesto y luego me muestra la entrada de su dietario personal correspondiente a los primeros días posteriores a su toma de posesión, donde se habla de unas zozobras, angustias e incertidumbres que parecen de hace 100 años y que, aunque tengo más de 31, no las quisiera para mí. Luego Nadal, hiperactivo, se levanta y nos pide que lo acompañemos y, en las tres horas que siguen, nos lleva a cuatro conventos -el de las Benedictinas, el de las Clarisas, el de las Esclavas del Santísimo Sacramento y el de las Butinyanas- porque quiere mostrárnoslos y de paso despedirse de las monjas, que son quizá las únicas personas de la ciudad de las que aún no se ha despedido.
Tres de los conventos son de clausura, y los cuatro son tan distintos como las órdenes a las que pertenecen; mientras los recorremos, comprendo que no sólo estamos viajando en el espacio sin salir de nuestra propia ciudad, sino también en el tiempo, y en algún momento hasta me pregunto si Nadal no habrá querido traernos de vuelta a la ciudad más triste del mundo, pero cuando advierto que la única nota común a los cuatro conventos -incluso al de las Esclavas, donde las hermanas se turnan para que durante 24 horas del día haya una de ellas arrodillada con su velo inmaculado ante el Sagrario- son las risas irreprimibles con que nos reciben las monjas, no puedo evitar acordarme de Kafka, que escribió: 'Chesterton es tan divertido que parece que haya visto a Dios'. Como no soy Kafka, me pregunto qué habrán visto estas mujeres para estar tan contentas como los adolescentes de los años setenta en nuestras farras suicidas. Mientras tanto, todas las superioras le agradecen a Nadal los favores que les ha hecho y Nadal les dice que de vez en cuando recen por él.
La excursión acaba en L'Arc, un bar de cuando Girona existía, que está frente a la catedral y acaba de ser reformado. Con una copa en la mano le pregunto a Nadal cuál ha sido su peor momento en el cargo. 'Una noche de Navidad', contesta sin dudar. 'Tuve que decirle a una chica que su marido, policía municipal, acababa de matarse en un accidente de tráfico'. Luego le pregunto si va a echar de menos la alcaldía, y él se ríe como la superiora de las Clarisas y dice que no. Sé que miente: sé que hoy, cuando salga por última vez del Ayuntamiento, no se atreverá a volver la vista. Le miro a los ojos y por un momento veo al mismo chaval, robusto y sonriente, de hace 23 años. Veo a Festetes. Así levanto mentalmente la copa y mentalmente, aunque con 23 años de retraso, le digo: Salud, alcalde. Y buena suerte.
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