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LA CRÓNICA
Columna
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Apuntes de Bruselas

El euro ha venido y nadie sabe cómo ha sido. La mayor parte de las cosas importantes de la vida se presentan así: por sorpresa. El amor, por ejemplo; o su hermano el odio. También las cosas mejor anunciadas pueden causar maravilla. Un temporal de nieve, sin ir más lejos. No va a ser el euro menos que las nevadas. Pero el euro no quiere helarnos el corazón (no más que la peseta, en todo caso), sino calentar Europa. La bandera estrellada de la Unión es ahora insípida como la sonrisa de una azafata televisiva. Pero va a convertirse gracias al euro en un símbolo muy real. Pienso esto en el aeropuerto de Bruselas. A mi lado están los directores y las principales plumas de los medios barceloneses. Nos ha invitado la Comisión Europea. El único tipo borroso del grupo soy yo, escritor de provincias, observando con los ojos anaranjados el imponente poder de unas instituciones que pesan ya en nuestras vidas más que la Generalitat y el Estado. Había oído hablar de excursiones parecidas. Las organizan las instituciones para influir indirectamente sobre la opinión pública. Había oído hablar de lo bien que se come y bebe, de lo mucho que se pasea, incluso de las juergas que los periodistas se procuran, libres por unos días de ataduras domésticas. Pues bien: la Comisión Europea no nos ha invitado a pasear ni a ligar, sino a trabajar. A destajo: desde primera hora hasta bien entrada la noche. Ni una sola de las comidas ha sido protocolaria. Ni uno solo de los contactos ha sido frívolo (ni la cena con el embajador). Hemos sopesado asuntos de gran calibre: el euro, la encrucijada del presente europeo, las tácticas gallináceas de los Estados para zancadillear el avance de la Unión, los modelos de futuro, la estrategia de los líderes Prodi y Solana, los problemas y esperanzas que arrastran Polonia o Chipre, próximas incorporaciones a la Unión. Europa acaba de caer sobre mí en forma de formidable ducha de dos días.

En Bruselas se come peor que en Cataluña, pero se trabaja con seriedad y rigor dignos de mayor reconocimiento

La conclusión que uno saca de esta interesante excursión es cultural: en Bruselas se come bastante peor que en Cataluña, el clima es feo (el día es corto, el frío es húmedo, la noche es vacía, el cielo es de un gris sucio y permanente), pero aquí se trabaja, amigos, con una seriedad, un empeño y un rigor dignos, con franqueza, de mayor reconocimiento. Estoy, ya lo ven, hecho un converso a la causa europea. Pero es que, la verdad, uno empieza a hartarse de la horchatería sanguínea catalana. La tan cacareada capacidad de trabajo de los catalanes está, cuando menos en nuestra desvencijada vida pública, a la altura del betún si la comparamos con la seriedad y el afán que he observado en los pasillos de Bruselas. A pesar de sus problemas con el lino, ahí está Loyola de Palacio luchando a brazo partido con los norteamericanos para defender el programa Galileo que podría librar a Europa de la dependencia tecnológica en comunicaciones. No pudimos hablar con ella, aunque sí con su erudito portavoz, el francés Gilles Gantelet, que nos sorprendió arrancando en un catalán impecable. Ahí está Javier Solana (es un decir: de vez en cuando está en el despacho y no en un avión) tejiendo los sutiles hilos de la estrategia política europea, el punto flaco de la UE, y viajando por el mundo con el espléndido lema Everything but arms (todo menos armas), una sensacional vuelta de tortilla de aquel siniestro lema castizo: 'Todo por la patria'. Hablamos de política con Alberto Navarro, sólido portavoz de Solana. Y de cifras con Pedro Solbes, que relató el sudor frío que abraza a los euroescépticos ingleses estos días. Al parecer, las cadenas comerciales británicas han decidido aceptar pagos en euros. Ni la libra puede resistirse a la succión de la nueva moneda. La cosa, pues, está bastante clara: será prosaico y feo, pero el euro es, sin duda, un fenomenal pegamento político.

Hablamos con otros altos funcionarios: el portavoz de Prodi, el tímido Antonio de Lecea, y el senatorial embajador español Javier Conde de Saro. Aunque la principal figura que descubrí en los despachos de Bruselas es un vasco: Eneko Landáburu. Un tipo sabio, pulcro, contumaz y sutil que está empeñado, quizá por su origen, en construir espacios de concordia y bienestar. Su mapa de Europa es peculiar: abraza no sólo Turquía, sino incluso el Magreb. Su estrategia para construir una Europa unida hacia un mundo unido es un precioso e insólito cóctel de quimera y realismo, de utopía y pragmatismo.

Me gustaría haberles contado mis notas literarias. La depresión de un alto funcionario, las brumas de la ciudad, el aplauso que recibió un ex corresponsal en Bruselas cuando entró en la enorme sala de prensa del Consejo Europeo. Pero cierro esta crónica esbozando el personaje más novelesco que conocí: una mujer de treinta y tantos años, con la mirada oscura y la boca húmeda, abrigo de piel, botas, melena al viento húmedo de la noche. Antes de trabajar en Bruselas, estuvo en Marruecos. Es diplomática, amiga de periodistas, conoce a todo el mundo. Va a casarse con un hombre rico y delgado, de risa fácil. Un hombre demasiado tímido, pienso mientras la observo. A mi lado alguien cuchichea que ella es el brazo derecho de un embajador. O quizá el brazo izquierdo. Quiere casarse en Croacia, veranea en Estambul, trabajará en Madrid. Esta mujer habla muchos idiomas, pero practica el delicioso, el peligroso dialecto de la ambigüedad.

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