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Columna
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Tras la Navidad

Venga, señor mío -dijo el chaval-. Lo único que yo quería es que mi madre pudiera dormir un poco más. Sólo un poco más. ¿Qué se había figurado usted, señor guripa? ¿Cree acaso que quería decir algo, contarle cualquier cosa sobre ella? ¿Cree que me entretengo por usted? En absoluto. Sólo quiero que mi madre pueda dormir un poco más. Una miajita más la pobre. Y por eso le enredo, le chuleo y le cuento historias sobre el río Nilo y sus habitantes. O podría contarle una de Navidad.

Pongamos que hablo de Rabos de lagartija, novela de Juan Marsé, premio nacional el pasado año. Que esa escena se sitúa en los años cuarenta a la puerta de una casita en una calleja de Barcelona entre un chaval y el comisario que persigue a su padre y vigila a su madre. Pero no, no es así. En realidad hablo de todos nosotros y hablo de la Navidad y nuestro deseo por prolongarla un poco más. Sólo un poco más.

La Navidad es la recreación más exacta del claustro materno, confortable y nutricio, que tenemos una vez nos han parido. Es un instante situado entre el 24 y el 25 de diciembre, sin hora exacta (depende de las circunstancias, la inspiración, el bullebulle de la casa o de la nieve al caer). Un momento cálido y germinal que añoramos todos (o que nos repugna). Sobre la Navidad no hay término medio: o nos gusta o renegamos de ella. Y podemos hacerlo sucesivamente. Podemos anhelar sus aromas de salsas caseras, castaña asada y anises, suspirar por las nueces, el coñac, las mesas con cucharillas de postre y porcelanas y el calor del hogar, y, al instante siguiente, detestar las melindres, el mazapán y las luces en cada escaparate, en cada calle y ese gentío que no para de comprar. O lo apreciamos sin fisuras o lo despreciamos hasta la náusea. Pero nadie es indiferente.

Nos encontramos con hermanos y parientes que compartieron el mismo seno con nosotros, o senos cercanos. Tíos, abuelas, primos, sobrinos. Y también cuñados y novias. Todos con sus proles y al reclamo del turrón que nos alimentó durante nueve meses. Estamos al calor maternal del fuego que arde en la chimenea o de la calefacción y bajo su protección. Nos amodorramos al aroma de los puros mientras permanece el murmullo de los asados y las cazuelas en la cocina. Y jugamos (¿a las cartas, a los acertijos?) por seguir contando en el claustro materno. Nos peleamos, sí, nos peleamos por lo mismo. Nos echamos bolas de nieve, nos echamos pestes y luego las olvidamos. También nos podemos retirar con la copa de coñac al rincón de la melancolía, escuchar a Shubert o alguna tonada triste de Oscar Peterson. Un rato, sólo un rato, si es con Peterson, porque pronto sale el swing incontenible de sus dedos y teclados.

El Belén, que vuelve o fue, no es sino la representación de ese hogar que nos imaginamos iluminado, cargado de luz en el centro, entre pastores, reyes, casitas, estanques de estaño y nieve de harina. O también el abeto con su verde denso junto a la lumbre, lleno de guirnaldas, de color rojo y blanco, los colores de la Navidad, los calcetines bien grandes y acogedores como sacos uterinos.

Y tras eso, viene el resto de días: hoy, mañana, así hasta el día de Reyes. Y, durante todo ese tiempo, nuestro deseo es prolongar la Navidad un poco más. Sólo un poco más. Lo único que queremos es que duerma una miaja más Y por eso enredamos, chuleamos al primer guripa con que nos topamos y contamos historias sobre el río Nilo y sus habitantes, el Mississippi, o de cuando los carteros repartían cartas y había lobos en los alrededores. De cuando las Navidades eran así, diferentes, y no sabemos por qué. O lo sabemos pero no lo decimos. No lo diremos nunca. O contamos, sin más historias de Navidad.

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