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CRÓNICAS DEL SITIO
Columna
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Esperar el milagro

La Iglesia católica va a canonizar al fundador del Opus Dei, basándose en un milagro que, al parecer, se produjo por intervención del aspirante. Según dicen, suele ser difícil que la Iglesia acepte que una curación ha sido milagrosa. En este caso, se trataba de un médico aquejado de una enfermedad degenerativa terminal la cual, tras rezar al beato, desapareció en menos de 15 días.

A mí los milagros no me parecen imposibles; sólo, poco probables. Porque la fe es ciertamente capaz de remover montañas y, en el peor de los casos, derribar torres gemelas llenas de gente. Lo que encuentro más difícil es atribuir una curación milagrosa a la intervención de otro ser humano, aunque esté muerto. Porque, supongamos que el enfermo incurable rezó al beato y curó repentinamente.

A mí los milagros no me parecen imposibles; sólo, poco probables

Aún estando de acuerdo en que eso fue un milagro, cabe pensar que la fe del enfermo haya sido capaz de remover el proceso maligno que le postraba. ¿Pero qué nos dirá eso acerca de la intervención de Monseñor Escrivá desde el otro mundo? A mí no me dice nada, aunque parece que a muchos creyentes, sí.

En las islas del Pacífico hay gentes que se curan rezando a un trozo de madera pintado de colores. Supongo que allí también se producen milagros, aunque no por intervención del madero. Cuando yo era niña, las esculturas de la Virgen parecía que me miraban y estaban alegres o apenadas según mi estado de ánimo. Y notaba más ese efecto cuanto más antigua e inexpresiva era la imagen. Más tarde comprendí que las imágenes hieráticas pueden llegar a parecernos las más vitales, porque somos nosotros quienes vemos reflejadas en ellas nuestros propios sentimientos.

Los objetos del recuerdo de los seres queridos que nos faltan se nos convierten en condensadores de emociones. Reciben nuestros sentimientos y nos los devuelven amplificados, como un espejo cóncavo nos devuelve la luz tan concentrada que es capaz de encender una hoguera.

Una cuestión es si entra dentro de lo razonable que una persona ajena te pueda curar de una dolencia incurable. Para esa tarea extrema yo confiaría (relativamente) en cirujanos y demás facultativos. La otra cuestión es si una misma persona puede curarse con la ayuda de alguien en quien confía plenamente. Este milagro me parece más real y algo a lo que todos los humanos podemos logicamente aspirar.

Yo misma podría curarme de mis males incurables. Bastaría que alguien a quien yo amase y en quien confiase de verdad, apoyase su mano sobre mí, para empezar a sentir, primero mi propio calor y luego que mis males se disolvían como por arte de magia. Pero queda un detalle. Amor y confianza no son la misma cosa. La confianza depende del amor correspondido. Porque tú puedes amar con toda tu alma, pero si el otro no te corresponde, su mano y su mirada ya sólo te transmiten el frío helador de la muerte.

En cuestión de milagros la clave está en saber esperar. No sólo porque lo dice la canción, que 'a la romería de San Antonio / fueron las neskazarras a pedir novio / San Antonio esperansa les dio'. Lo cual no es poco, porque entre las esperanzas y la romería, que les quiten luego lo bailao. Pero también es importante saber cómo esperar. Estos días de Navidad son especiales para asuntos de milagros. Pero es muy difícil verlo porque hay demasiada iluminación. No sólo en las ciudades; hasta en el pueblo más pequeño, las farolas eléctricas no nos dejan ya ver ninguna estrella.

La culpa no la tiene sólo El Corte Inglés. Desde hace siglos, las Iglesias cristianas celebran la Navidad llenándolo todo de luz. Cuando debería tratarse de todo lo contrario. En la Navidad celebramos (al menos algunas ateas como yo) que cuando todo está oscuro, triste y decaído, en lo más hondo de la oscuridad puede adivinarse, incluso más que verse, un humilde destello. Y eso nos hace sentir que algo esperanzador puede estar naciendo -el retorno de la luz, precisamente- y que debemos estar preparados para reconocerlo y poner lo que hayamos de poner de nuestra parte.

En estos días pienso con especial cariño en mis amigos argentinos, de quienes aprendí la estrofa final de aquel tango inmortal: 'Pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar... Y aunque el olvido, que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de mi corazón'. Ahí es donde empiezan a formarse los milagros en los que yo creo.

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