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Tribuna:A DEBATE | ¿Virtud sagrada o vicio profano? | DEBATE
Tribuna
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El festín absuelto

Enrique Gil Calvo

Los festines navideños pertenecen a un género difícil de clasificar, pues se celebran en la frontera que une y separa dos esferas contrapuestas. De un lado, la liturgia religiosa, que parece un residuo del pasado a extinguir. Y del otro, el denostado consumismo hedonista, máximo pecado para la ideología políticamente correcta que domina nuestra época. ¿Virtud sagrada o vicio profano? Pues bien, ni una cosa ni otra. O, si me apuran, las dos al mismo tiempo.

Por supuesto, en las navidades hay celebración religiosa, pues su justificación es conmemorar la adoración del Niño Dios que identifica a los cristianos. Pero también se produce una apoteosis del consumo orgiástico que poco tiene que envidiar a los potlachs suntuarios donde los nativos del Pacífico norteamericano devoraban ritualmente todo el ahorro colectivo acumulado para la ocasión. Pero como estas dos formas culturales son antitéticas, pues lo sagrado se opone por definición a lo profano, el artefacto resultante presenta una consistencia jánica o bifronte, que por una de sus caras manifiesta una actitud laica, materialista y secularizada mientras por la otra continúa pareciendo un ritual religioso, litúrgico y tradicional.

La dimensión hoy predominante en la Navidad es la hedonista y festiva, que mueve a extralimitarse en el consumo de toda clase de regalos, de comidas y de bebidas. Pero como los excesos inmoderados se celebran bajo la santificación navideña, que confiere licencia para excederse, tales abusos no parecen pecado ni producen culpabilidad o arrepentimiento. Tanto es así que se puede dar rienda suelta a instintos placenteros como la gula o la glotonería sin experimentar remordimiento alguno. Por eso, la Navidad es una coartada sagrada que permite gozar y abusar de todos los vicios sin pecar por ello ni abrigar mala conciencia. ¿Se puede pedir una fiesta más feliz que la Navidad, que te absuelve de tus excesos por anticipado?

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Dada semejante paradoja, parece necesario analizar más des-pacio esta doble faz contrapuesta, el haz litúrgico y el envés profanador. ¿De verdad la dimensión dominante en la Navidad es el consumismo? Cabe dudarlo, si tenemos en cuenta que el consumidor actual tiende a comprar estilo, signos de identidad, imagen de marca, novedades de moda o calidad tecnológica. Y nada de esto se da en los productos navideños, que tienden al ritualismo más cursi, hortera, ramplón o estereotipado. Si se quiere expresar en la jerga de la teoría de la comunicación, los signos de Navidad son puramente redundantes, porque no transmiten ninguna incertidumbre, novedad ni información alguna. Entonces, ¿a qué viene semejante compulsión por adquirirlos e identificarse con ellos? Existen dos posibles líneas explicativas. Una sería interpretarlo a la manera de George Ritzer, atribuyendo el éxito de la Navidad a la actual deriva del consumo hacia su espectacularización como forma de reencantamiento. Pero, dada su redundancia, la escenografía navideña compone un espectáculo bien poco atractivo, así que su encanto resulta más que dudoso. Luego este argumento no parece convincente. La otra explicación es atribuir el éxito de la función navideña a su propia puerilidad infantil. Pero esto es una tautología, pues entonces hay que explicar por qué se consume sólo en Navidad tanto infantilismo pueril.

Lo cual exige cruzar al otro lado del espejo contemplando la faz sagrada de la Navidad. Pero aquí no estamos ante esa religión redentora que celebra el sacrificio humano del calvario, representada por la Cuaresma y la Pasión contrarreformista que sacralizan la muerte y la represión, sino ante otra religión mucho más salvífica y naturalista que celebra el nacimiento, la vida, el hedonismo y la gratificación.

En sus libros sobre el calendario festivo, Julio Caro Baroja demostró que el ciclo de Navidad pertenece a la misma estación invernal que el Carnaval y otras fiestas rabelaisianas y pantragruélicas, o profanadoras y subversivas como las de Locos, de Niños o de los Reyes Magos. En todos estos rituales encontramos el mismo culto al renacimiento de la vida, simbolizado por el absurdo o la sinrazón de la infancia irresponsable, que se concentra en el solsticio de invierno porque es cuando la Naturaleza se encierra en sí misma para poder regenerarse. Igual que hacen las familias cristianas cuando se encierran en sus casas en la noche invernal para regenerarse a sí mismas adorando los alocados excesos de sus hijos a los que se celebra e imita con absurda puerilidad festiva. Pero entonces ya no estamos ante liturgia religiosa, sino ante pagano sincretismo ritual, que transgrede y subvierte la lógica represora contrarreformista.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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