El estigma y la memoria
Ciertas historias deben contarse antes de que se sumerjan no sólo en el olvido sino en la corriente devoradora de una supuesta Gran Historia que todo lo aplana irremediablemente. Jaime Camino ha contado una de esas historias en su película Los niños de Rusia: una historia que para muchos de sus espectadores es un débil eco y para otros, de más edad, una leyenda llena de brumas o directamente de tinieblas. El franquismo, como todos los regímenes dictatoriales, era pródigo en esas leyendas enraizadas, la mayor parte de ellas, en la guerra civil, y nutridas luego por las informaciones oblicuas entre sucesivas generaciones. Las dictaduras, y sus censuras, crean híbridos de fantasía, secreto e ironía que son inimaginables en situaciones de libertad.
La película de Camino recupera con delicadeza uno de esos fragmentos casi legendarios y, al hacerlo, se enfrenta una vez más al riesgo de devolver la memoria a una sociedad que parece desesperadamente necesitada de ignorarla: si bien nuestra época es propicia a la amnesia, ningún país europeo ha aceptado, como lo ha hecho España, ese extraño juego según el cual para salvar el futuro es imprescindible el disimulo del pasado, y para disimular este pasado no basta con los compromisos políticos sino que se debe avanzar decididamente hacia el puro desconocimiento. A diferencia de la mayoría de las sociedades europeas en las que se ha asentado cinematográficamente y literariamente la violencia política del siglo XX, con sus secuelas de totalitarismos y rebeldías, la española aparenta 'estar harta' de su propia historia inmediata antes, por supuesto, de entrar en sus claves. Un fruto oscuro de la transición pero también de la pobreza mental de una sociedad que no ha aprovechado su reciente prosperidad económica para mitigar, en alguna medida, el desierto cultural que preside sus hogares.
La obra de Jaime Camino es un elaborado ejercicio de pedagogía visual que avanza en la dirección opuesta. En Los niños de Rusia el casi desvanecido eco da paso a una voz firme que penetra en el corazón de la leyenda para rescatar un frágil relato que, paso a paso, va agrandándose hasta arrastrar un enorme jirón del siglo XX. Más allá de la guerra civil española desfilan por la pantalla escenas decisivas de un mundo marcado por la utopía y sus desastres: la esperanza revolucionaria, la muerte masiva del enfrentamiento bélico en Europa, el terror estalinista. Las palabras de Los niños de Rusia, ahora ya ancianos, llegan al espectador desde una escenografía que abarca fantasmalmente todo el siglo pasado.
Es curioso el efecto de esta superposición puesto que, finalmente, los testimonios son de ancianos niños: mujeres y hombres marcados por un estigma colectivo, el de su infancia, más determinante que el habitualmente determinante estigma individual que la niñez es para cada uno de nosotros. Algo sucede en un momento dado y se proyecta sobre el resto de los momentos de una vida.
Quizá el desenlace sea lo más conmovedor de la película, cuando algunos supervivientes de aquellos 3.000 niños evacuados desde la España republicana a la Rusia soviética se preguntan por el balance de su periplo. Abundan los condicionales: ¿qué hubiera pasado si hubiera permanecido en España con mi familia?, ¿qué, si hubiera vuelto tras el fin de la guerra española?, ¿qué, si tras volver a la España franquista, no hubiera continuado después a Cuba como hicimos todos?
Nada extraño cuando comprobamos que la forma condicional domina enteramente la memoria de nuestra vida y todo recuerdo es una encrucijada de la que salía otro camino diferente del que entonces tomamos o del que ahora nos parece que tomamos. Lo extraordinario, en este caso, es el estigma colectivo, la forma condicional que entrelaza la narración de cada uno de los ancianos niños. Todos poseyeron destinos particulares pero, aún hoy, ninguno de ellos pone en duda el destino común.
En algunos episodios de la película me venían a la memoria lecturas sobre aquella inquietante y desolada cruzada de los niños que atravesó erráticamente la Europa medieval. Debían de tener la misma edad y, al menos al principio, los reunidos eran un número semejante. Pero los niños de Rusia atravesaron las durezas de otro paisaje. Los muelles de la brusca separación, el mar de la miseria y el temor, el Petersburgo revolucionario, Siberia, Samarcanda -que nada tenía ya que ver con la perla de la ruta de la seda-, el horror de Stalingrado, el regreso a Moscú: siempre juntos, unidos unos a otros por los hilos invisibles de un mandato invulnerable atribuido al propio Stalin y en cualquier caso incomprensible para ellos. Después, aparente fin de etapa, la edad adulta.
Todos los ancianos niños -con admirable idioma y capacidad narrativa la mayoría- acaban confesando su dependencia del estigma, aunque sus relatos, como es evidente, sean muy distintos. Unas vidas talladas con rigor y, a menudo, con extrema dureza. Una aventura cruel pero asimismo, en muchos sentidos, prodigiosa. Y una rara unanimidad al término de la película: de volver a vivir, y de poder elegir, elegirían otra vez esa aventura.
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