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Crítica:CRÍTICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cuestión de pulgadas

'Todos somos transexuales', afirmó Jean Baudrillard en un texto de 1987. Y agregaba: 'Simbólicamente', toda vez que la prótesis, el simulacro, la androginia marcan nuestra época de ideas fláccidas y glamour postizo. Llevaba razón el filósofo francés, pero algunos tal vez no compartan sus palabras: John Cameron Mitchell, responsable omnímodo de este sorprendente, inclasificable, apasionante drama musical, el primero, toda vez que el simulacro que él pone en escena es cualquier cosa menos goce orgulloso: es delirio, pero sobre todo sufrimiento. Áspero, terrible: el de un mutilado al que un carnicero le dejó sólo una airada pulgada de maltrecho pene..

Con las formas de un musical desastrado y hecho con dos pesetas, pero también con una inspiración en las canciones que hacía mucho tiempo no se veía en una pantalla (en este sentido, como en muchos otros, Hedwig es el anti-Moulin Rouge: escasos medios contra despliegue millonario, sentido contra superficialidad, desconocidos contra grandes estrellas), una gentileza del compositor Stephen Trask, Mitchell elabora en un complejo discurso la vida nada piadosa de un mestizo en toda la acepción de la palabra.

HEDWIG THE ANGRY INCH

Director: J. C. Mitchell. Intérpretes: John Cameron Mitchell, Theodore Liscinski, Rob Campbell, Marion Shob, Michael Aronov. Género: drama musical, EE UU, 2000. Duración: 94 minutos.

Nacido en Alemania, hijo de un soldado americano, mujer en cuerpo de hombre, escapada del comunismo de Honecker para vivir en el país de su padre una libertad que, como todas, se revelará ilusoria, esta extraña Hedwig (el propio director) es cualquier cosa menos una desinhibida drug queen cantante: es alguien en busca del sentido mismo de su vida. La estructura del filme no puede ser más funcional y, sin embargo, resulta siempre sorprendente: una suerte de cajas chinas, cada una de las cuales contiene los fragmentos de un rompecabezas que es la propia vida del personaje.

No hay glamour en esta película áspera, sin concesión de ningún tipo: ni con los personajes (empezando por la propia protagonista), ni con las expectativas del espectador. Mitchell logra, empero, una empatía insólita para una peripecia tan de gueto, entre otras cosas porque su discurso es universal, y porque su dominio del montaje y del avance narrativo hacen del filme, justamente premiado en Sundance, el producto independiente más estimulante llegado de Estados Unidos en muchos años.

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