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Columna
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El Gran Juego, otra vez

Sólo la tradicional anarquía afgana puede romper la camaradería entre Rusia y Estados Unidos en la región

La guerra de Afganistán ha servido para dispersar algunos mitos y recuperar, aunque con otra inspiración, figuras del pasado.

1. Los afganos luchan con denuedo singular contra todo invasor, y a la vista del bárbaro -en el sentido griego del término- se excitan como el astado ante la franela. Estos afganos hacen la guerra, en cambio, con la mirada atenta a sus posibilidades comerciales tomando partido sólo después de comprobar la cotización en la Bolsa de Nueva York.

2. Los soldados talibanes y, sobre todo, los corifeos árabes de Bin Laden -siempre hay que procurar dar mala imagen de los enemigos de Israel- iban a defenderse hasta el último cartucho. Los hombres del régimen, sin excluir a los fanáticos de Al Qaeda, por el contrario, pactan rendiciones como el resto de sus compatriotas y gran parte se ha replegado ya a Pakistán.

3. No ha sido nunca posible ganar una guerra desde el aire, y la fiel infantería ha de acabar siempre por ocupar a pecho descubierto las posiciones enemigas. Es tal la nueva potencia de fuego norteamericana, muy superior a la exhibida en la guerra del Golfo hace 10 años, que ahora se puede ganar una guerra desde el cielo, lo que convierte a Estados Unidos no ya en la única superpotencia, sino en un poder militar mayor que el resto del universo coligado.

4. Como Washington necesitaba aliados para hacer la guerra a un país islámico, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush había renunciado al unilateralismo de sus primeros meses en el poder. Nada de eso. Lo que dijo una vez Friedrich Nietzsche de los españoles: 'Un pueblo que en un momento de su historia enloqueció y lo quiso todo', le resulta más que nunca aplicable.

El corolario de estas apreciaciones es que el régimen postalibán hará un esfuerzo para que figure una representación étnicamente aceptable del país, pero sus líderes tendrán como característica principal, muy por encima de adscripciones de derecha o izquierda, política hacia la mujer o actitud ante artes recreativas, música, radio y televisión, su extrema amenidad para con Washington.

A todo ello sólo cabe oponerle un matiz, cuya extensión no ha sido desvelada todavía: la Rusia de Vladímir Putin. En su reciente amigamiento con Estados Unidos, el presidente Putin ha tenido que tratar, con el Bush que le ha tocado en suerte, el futuro de Afganistán. Cuando hasta los británicos comenzaban a quejarse de que no se enteraban de la misa la media, porque cuando salían al campo lo hacían a las órdenes de oficiales norteamericanos que, a su juicio, tenían menos experiencia que ellos; cuando los franceses no sabían cómo llamar la atención para que los convocaran a defender la civilización occidental; cuando italianos y españoles ofrecían tropas en sesión continua sin que les tomaran la palabra, y los alemanes -a lo suyo- votaban no tanto para que les llamaran, sino para que quedara claro que ya podían enviar soldados a cualquier parte, los rusos llegaban a Kabul sin pedirle permiso a nadie.

Es posible que jamás se conozcan los términos en los que, de manera bastante súbita, los Estados de la antigua Unión Soviética en el Asia Central, Uzbekistán y Tayikistán, notablemente, pasaron de una prudencia que rayaba en la invisibilidad a mostrarse dispuestos a hacer de antesala para la derrota aérea del talibanismo. Y en todo ello algo hubo de tener que ver Rusia, que ya no señorea los antiguos janatos de Asia, pero que sigue siendo la potencia por donde pasan ciertos permisos.Washington asegura que no tiene intereses territoriales ni de otra clase en Afganistán. Ello puede ser cierto en cuanto a bases in situ o a acuerdos que liguen a Kabul en una dependencia formal de Estados Unidos, pero cuesta creer que la retirada vaya a ser de las de regreso, sin más, al punto de partida. La potencia norteamericana aspira a tener en el Hindu Kush un régimen de su extrema confianza, y Moscú ha de tener montada la vigilancia para que Kabul no se le vuelva en contra, desde sus posiciones aledañas a las repúblicas pos-soviéticas de Asia. Rusia debe garantizar una posición vis à vis de Afganistán para asegurar las rutas del petróleo del mar Caspio por Asia Central sin enemigos a la vista.

Junto a todo ello hay un tercero que teme serlo en discordia, Pakistán, hasta hace sólo semanas gran patrón de Kabul, pero hoy a la espera de ver cómo se posa el polvo de la derrota de sus protegidos. Y la vinculación afgana a Washington, aunado a que el mayor número posible de talibanes reciclables figuren en el nuevo poder, son sus mejores garantías de que el país vecino no se convierta en adversario; y, de igual forma, el regreso de Moscú, gran aliado del mayor enemigo de Pakistán, la Alianza del Norte, proyecta una sombra sobre el negocio, aún no se sabe si bueno o malo, que ha hecho Islamabad al plegarse a las exigencias norteamericanas.

Ese parece ser el nuevo Gran Juego en Afganistán, donde, en lugar de británicos y rusos como en el siglo XIX, hallamos a norteamericanos y, siempre, rusos; pero donde, diferentemente, una inicial camaradería preside el eventual reparto de influencias. Por eso, este Gran Juego puede que se asemeje aún más a otra antigua fabricación estratégica: la división de Persia, hoy Irán, entre Gran Bretaña y, siempre, Rusia, a comienzos del siglo XX. Todas las piezas del rompecabezas tienen propietario, sólo la tradicional anarquía afgana puede desbaratar tanta camaradería.

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