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Columna
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'Helios'

Desde que los avances tecnológicos permitieron, a finales del siglo XIX, la impresión de fotografías en las páginas de periódicos y revistas, los editores del País Vasco no dudaron en hacer uso de esta magnífica innovación. Resultaba una ayuda sustancial para transformar el aspecto formal de las publicaciones; a su vez, permitía diseños más digeribles y hacía menos árida la lectura a las todavía poco ilustradas nuevas clases emergentes de aquella incipiente sociedad industrial. Además, el realismo de aquellas imágenes descubría la fisonomía de personajes famosos y la de territorios hasta entonces desconocidos.

Hurgando nuestro pasado gráfico he encontrado un ejemplo saludable en el semanario gráfico Helios. Apareció en Bilbao en agosto de 1913 y su vida fue muy efímera. Detrás de la iniciativa estaba el periodista católico Aureliano López Becerra, más conocido por Desperdicios. El contenido de esta cabecera poco tenía que ver con su homónima en Madrid (1903-1914), considerada la mejor revista del modernismo y donde colaboraban Antonio Machado, Azorín, Rubén Darío e incluso Emilia Pardo Bazán. La similitud se encontraba en el uso de imágenes y en el nombre, que rememoraba en ambos casos el dios Sol de los antiguos griegos, padre de la luz y, por lo tanto, relacionado con la fotografía.

Eran sólo ocho páginas de papel satinado, muy adecuado para la reproducción de grabados. El formato medía aproximadamente la mitad de aquellos inmanejables periódicos tamaño sábana, algo más pequeño que un tabloide. Sus fotografías derivaban por los más diversos temas, de lo deportivo a lo político pasando por la cultura o los ecos de sociedad. El tratamiento que ofrecían con ellas no requería el empleo de largos textos; un titular y un breve comentario al pie era suficiente. La fórmula estaba muy extendida por distintos medios impresos que, aunque defendiesen ideologías distintas, en los aspectos de diseño se inspiraban los unos en los otros.

Por un lado utilizaban fotos sueltas a modo de noticias, pero con mayor frecuencia recurrían a curiosos montajes sobre un mismo recuadro, donde relacionaban varias imágenes con un mismo acontecimiento. Era una forma primitiva de plasmar crónicas gráficas con variedad de matices, incluso similar a un atípico reportaje presentado en un solo envoltorio. No obstante, de forma más estricta, era sencillamente una superposición de unas fotos junto a otras, con tamaños y formatos diferentes. Podían ser ovaladas, rectangulares, con esquinas redondeadas, apaisadas, o incluso silueteadas. Su ensamblaje permitía ensayos atrevidos y, aunque resultaban un tanto elementales, circunstancialmente conseguían resultados muy efectistas. En esta línea de trabajo, quizás entendible como un precedente naïf de los fotomontajes de las vanguardias en los años veinte, sorprendía la variedad de actividades de los pequeños hijos de obreros jugando en la arena de la playa de Gorliz durante las colonias escolares o la polifacética fiesta nacionalista donde la actuación de espatadantzaris se combinaba con momentos de un partido de rugby o con el lanzamiento de un palankari.

Quizás resultaban más convencionales algunas construcciones en dípticos, incluso en trípticos, como la del Príncipe y los Infantes entrando a la capital vizcaína en tren, la llegada de la Vuelta Ciclista a las Vascongadas o el hundimiento del carguero Umbe de la naviera Abásolo después de ser abordado por un crucero inglés, resuelto con dibujos de apariencia realista a falta de fotografías del instante de la colisión.

En otro orden de cosas se encontraban, ordenados a modo de álbum de cromos, los artistas que actuaban en las salas de Bilbao durante la temporada de teatro. Gracias a estos retratos hoy podemos recuperar los rasgos de notables actores como María Guerrero, Elena Salvador o Simó Raso. Son todas ellas composiciones entrañables, con cierto aire melancólico, que ponen de manifiesto los esfuerzos de aquellos pioneros del periodismo gráfico por construir un nuevo lenguaje icónico.

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