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MÚSICA

La fábula moral de la 'Oda a la alegría'

Podemos jugar al apocalipsis y afirmar con la filósofa Agnès Heller que 'el himno europeo es la muerte de la Novena sinfonía'. Del mismo modo, estamos autorizados a responsabilizar a Eurovisión de haber firmado el acta de defunción del Te Deum de Charpentier. Y, ya puestos, podemos opinar con el crítico Romain Rolland que 'el Estado mata todo cuanto toca', y en la medida en que ha tocado a Beethoven, hacerlo responsable de haber sumido al compositor en el 'pudridero oficial de la gloria'. Podemos proseguir por esta vía de desgarros con paso firme y emprenderla, por ejemplo, con los tonos de llamada de los teléfonos móviles, auténticos asesinos en serie de 'temas inmortales'. Es decir, podemos rasgarnos las vestiduras ante la 'banalización' in-to-le-ra-ble de la 'alta' cultura y puede que hasta consigamos ligar. Pero entonces nos perderemos un viaje extraordinario.

Este viaje lo recorre un argentino llamado Esteban Buch que escribe en francés y que se dedica a estudiar las relaciones entre la música y la política. De poco más nos informa la solapa de su libro, de aparición reciente, La Novena de Beethoven. Historia política del himno europeo (El Acantilado). Un ensayo magnífico, apto para todos los públicos, incluidos los que no solfean, que son los más. Porque a Buch no le interesa el hallazgo de historiografía musical de primera mano, sino el de última mano. Es decir, en el caso que nos ocupa, descubrir cómo esa Oda a la alegría de Schiller/Beethoven, estrenada en Viena el 7 de mayo de 1824, llega a convertirse, por la Resolución 492 del Consejo de Europa, de 7 de julio de 1972, en himno europeo.

¿Hacía falta un himno europeo? Ni siquiera de eso está convencido Buch. En cualquier caso, ahí está. Y lo que sí sabe el autor, porque lo ha demostrado a través de las 470 páginas del tomo, es que 'la recepción de la Oda a la alegría constituye un relato que, en cierta medida, puede ser percibido como una fábula sobre el valor moral del arte occidental'.

Una fábula que comienza 30 años antes del estreno vienés, cuando Beethoven acaricia la idea de poner música a una primera versión del himno de Schiller. Ésa fue ya una decisión política. Como lo fue estrenar la cantata El instante glorioso (Der glorreiche Augenblick), en pleno Congreso de Viena (1814), cuando Metternich orquestaba el concierto de la Restauración europea. Pero Buch distingue finamente en ese punto: ahí Beethoven estaba haciendo música de Estado, mientras que en la Novena, o en la Missa Solemnis, o incluso en la ópera Fidelio, hacía política en el sentido más profundamente moral del término. Y desde luego el compositor era plenamente consciente de una y otra operación: colocar la Oda de Schiller en el cuarto movimiento y tratarla al modo de un aprendizaje en el que los solistas acaban arrastrando a todo el coro para proclamar que 'todos los hombres serán hermanos' es un programa ideológico con voluntad estructural de himno.

Obra abierta

QUE LA MÚSICA es semánticamente imprecisa, una opera aperta, es algo que ilustra perfectamente la herencia de la Oda a la alegría. Una cosa sin embargo está clara: siempre fue entendida como himno, es decir, como un símbolo colectivo. Pero dependiendo de la colectividad que lo hizo suyo tomó significados dispares. Para los revolucionarios liberales de principios del siglo XIX constituyó una llamada a defender sus respectivos estados-naciones. El III Reich lo convirtió en símbolo de la cultura aria y como tal sonó a cada cumpleaños de Hitler (vanos, sin embargo, resultaron los esfuerzos para dotar al compositor de ojos azules y cabellos rubios: era bajo y moreno). Durante la guerra fría las dos Alemanias compartieron la Oda en los Juegos Olímpicos de 1952 y 1966. Pero mientras una veía en ella la expresión genuina de la revolución, la otra la concebía como un canto a la libertad. En 1974, la Rodesia del apartheid de Ian Smith la proclamó sorprendentemente himno nacional. Y en 1989 sonó en Berlín mientras el muro se venía abajo. Más tarde, Yehudi Menuhin la llevó a Sarajevo como símbolo de paz. La Oda empezó a abrirse paso como himno europeo en el primer Consejo de Europa de 1949, pero no fue hasta tres años más tarde cuando la propuesta tomó cuerpo. Sin embargo hubo que aguardar hasta 1972 para que Karajan recibiera el encargo de elaborar la versión oficial del himno europeo. Un himno hoy todavía sin letra -adaptar las palabras de Schiller a las lenguas comunitarias ha sido visto como un problema insoluble hasta la fecha- y cuyos derechos recaen en los herederos del director.

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